Las redes alimentarias son la trama de la vida en la naturaleza. Plantas, animales, hongos y una gran variedad de microbios entrelazan su existencia gastando una energía que procede en última instancia del Sol, y haciendo circular los átomos que componen sus cuerpos a lo largo de cadenas de vida que se tejen unas con otras como en un complejísimo telar viviente. Es relativamente fácil hacerse una idea de la estructura de esta red cuando los protagonistas son plantas y animales, pero resulta igualmente fácil pasar por alto a la inmensa mayoría de los seres vivos de la trama, los microbios, cuyas interacciones forman los retazos más secretos del tejido ecológico de nuestras 25 hectáreas. Veremos en esta entrada que la biosfera alberga sorpresas incluso en el interior de una pequeña alfombra de musgo húmedo, crecido a la umbría de una roca.
Este musgo, Pleurochaete squarrosa, es de los pocos capaces de medrar en un entorno tan seco como el monte mediterráneo. Lo consigue en gran parte deshidratándose por completo durante el verano para resucitar con el rocío de la mañana o tras unas lluvias. Entonces sus hojas (filidios en realidad) reverdecen y hacen fotosíntesis durante un tiempo. También entonces vuelven a la vida los seres microscópicos que pueblan la selva en miniatura de estas alfombras verdes. Tomemos una gota del agua sucia que rezuman, pongámosla bajo un microscopio, y exploremos un mundo fantásticamente distinto al de las plantas y animales, pero a la vez extrañamente similar.
Veremos pululando millones de bacterias diminutas, agitadas por las oscilaciones térmicas de las moléculas de agua, alimentándose lentamente de los restos vegetales en descomposición. Estas células son víctimas de los grandes predadores de la gota de agua, los microbios eucariotas. De ellos, algunos nadan batiendo en sincronía pestañas vibrátiles (cilios), como Aspidisca, o permanecen fijados al sustrato con pedúnculos que se contraen o se estiran, atrapando bacterias con su corona de cilios ondulantes; es el caso de Vorticella. Las mayores células de este microcosmos se alojan en caparazones rojizos de quitina, y se arrastran sobre prolongaciones de su cuerpo transparente engullendo bacterias; son las amebas con teca, las Arcella. Conviven con los rotíferos Rotaria, extravagantes animales microscópicos que se estiran y se encogen avanzando como orugas y haciendo rotar sus cilios junto a la boca. Junto a ellos, sobre las hojas muertas del musgo, se deslizan algas unicelulares con forma de bumerán, las diatomeas Hantzschia, que crecen incluso en los platos húmedos bajo las macetas.
En conjunto, esta pequeña red de vida, efímera e invisible, que nace y vive sólo con las lluvias, descompone los restos muertos del musgo, reciclando los nutrientes y devolviendo a la atmósfera el valioso carbono fijado por estas plantas. En nuestro monte, sobre cualquier resto vegetal en descomposición encontraremos fácilmente por lo menos bacterias, y a menudo alguno de sus cazadores eucariotas. Sin estos organismos, los nutrientes acabarían por agotarse y colapsarían primero las plantas y luego los animales. Sería una catástrofe. Pero incluso sin plantas ni animales, las bacterias, ciliados, amebas y rotíferos podrían vivir, a costa de descomponer restos de algas microscópicas. Así que, como si fuera una paradoja o un proberbio, la red más resistente de todas es... la invisible.
Sobre musgos: Guía de Campo de los Líquenes, Musgos y Hepáticas (Wirth, 2004).
Sobre microbios: La Vida en una Gota de Agua (Streble y Krauter, 1985).