
Al avanzar la primavera, nuestro ecosistema se transforma rápidamente, cuando, cada pocas semanas, cambian las flores dominantes en el pastizal. Por ejemplo, concluye en estos días el tiempo de los
Senecio minutus,
esas minúsculas margaritas endémicas amarillas, y comienza el tiempo de los ranúnculos (
Ranunculus paludosus), cuyas flores, como botones dorados, se abren por doquier, junto con todo su cortejo de especies acompañantes: orquídeas-abeja, acederas de lagarto, silenes, minúsculas cariofiláceas, y tulipanes de monte, manzanillas portuguesas, espigas de
Vulpia, lino de lagartijas, herraduras, vulnerarias...
¿Cómo pueden tantas especies distintas crecer en el mismo ecosistema?
Como vimos antes, parte de la respuesta parece estar en que los herbívoros impiden que unas especies excluyan a otras, pero no deja de ser llamativo que un suelo tan pobre, tan rocoso, albergue tantísima biodiversidad. A primera vista, uno podría pensar que cuanto más rico sea el suelo, más especies vegetales habrá en él, pero, de nuevo, puede que la intuición nos engañe. Porque la mayor biodiversidad
suele darse no en los suelos más ricos, ni tampoco en los más pobres, sino en los que no son ni muy pobres ni muy ricos... más bien medianamente pobres. Suelos como el de nuestro ecosistema, casualmente. ¿A qué puede deberse esta extraña relación? ¿Tendrá que ver la competencia entre especies, favorecida en suelos muy ricos? La respuesta parece que no está clara, y el tema permanece como uno de los más complejos de la ecología actual - incluso
hay quien duda de que esa relación entre biodiversidad y productividad del suelo realmente exista a escala mundial, aunque sí se dé, por ejemplo, en los pastos mediterráneos. La controversia está servida... ¿alguna idea?