El falso abencerraje también
tiene su interés desde el punto de vista naturalístico. No sólo porque sea
exclusivo del oeste de la cuenca mediterránea, sino por su dieta. De las 32
especies de mariposas diurnas que tengo anotadas en mi cuaderno de campo como
habitantes del paraje, es la única que de oruga come tomillo, según las guías
de campo. ¿Qué tiene esto de particular? Que la familia del tomillo (Labiadas)
tiene muchísimas especies en la cuenca mediterránea, y sin embargo muy pocas
mariposas son capaces de usarlas como alimento. ¿Acaso encuentran demasiado
picante su sabor, ese cóctel de aceites esenciales aromáticos que protege a
estas plantas de ciertos herbívoros? Quizás, pero este tipo de problemas no han
sido impedimento para otras mariposas; así, por ejemplo, las orugas de cierta esfinge
mediterránea (Daphnis nerii) se
alimentan nada menos que de adelfas, plantas muy usadas en jardinería pero extremadamente tóxicas; sus
hojas en infusión pueden matar incluso a una persona. Y la esfinge de las
adelfas sólo es un ejemplo, hay muchos otros más. Si las mariposas son capaces
de esto, ¿por qué, entonces, hay tan pocas que coman arbustos aromáticos tipo tomillo?
No lo sé… Tal vez, sencillamente, aún no ha transcurrido bastante tiempo para que
surjan muchas especies de mariposas dedicadas a estas plantas. Esto tiene su sentido,
porque muchas Labiadas se cuentan entre las especies más recientes de la flora
mediterránea. Aparecieron hace relativamente pocos millones de años… mucho antes de que Hera lanzase los cien ojos de Argos sobre las alas de nuestro
abencerraje.
23 abril 2012
El todo ojos
03 abril 2012
La pequeña avutarda y el Premio Nobel
El viajero, cazador y naturalista Chapman, en su libro Wild Spain (1893), describía así el espectáculo que en esta época del año interpreta en los campos ibéricos la más pequeña de las dos avutardas que habitan Europa: “En la lejanía de la pradera nuestro ojo capta algo blanco, que desaparece y otra vez aparece. Enfocando los prismáticos al objeto distante se ve que es un sisón macho, que, con alas gachas y cola abierta, lentamente gira sobre su eje. Ahora se alza hasta la altura, mostrando todo el blanco de su plumaje, luego su pecho parece deprimido contra la tierra, y entre tanto una extraña nota gorgoteante es lanzada, monosilábica, pero repetida en rápidas estrofas.”
La insólita danza del macho del sisón (Tetrax tetrax) sirve para atraer a distancia a las hembras, al igual que las “ruedas” que protagonizan los grandes machos barbones de su pariente, la avutarda. Ambas escenas son variantes de un mismo asunto: el lek, la exhibición ritualizada que los machos de ciertas especies realizan en terrenos especiales, las “arenas”, a donde las hembras acuden dispuestas a aparearse. Los machos muestran su calidad genética a través de una vigorosa exhibición, aparentemente absurda o extravagante, cuyo único objetivo es convencer a una hembra de que merece la pena como compañero de reproducción. Gracias al esfuerzo que realizan los machos en un lek, la hembra puede evaluar rápidamente cuáles le interesan, y así elegir los mejores genes posibles para su descendencia.
Pero cada década son menos los sisones que nos brindan estas soberbias extravagancias. Desde 2004, la IUCN tiene catalogado a esta pequeña avutarda en su Lista Roja, en la categoría de “Casi Amenazada”. En apenas un siglo se ha extinguido en Alemania, Grecia y en gran parte de la Europa del Este. En Francia, el 80% de los sisones se perdieron sólo en las décadas de 1980-1990. El último gran refugio del sisón en Europa es la Península Ibérica, que acoge a unas tres cuartas partes de la población europea, sobre todo en la submeseta sur. En nuestro monte, el sonido siseante del vuelo del sisón macho era habitual hace diez años, reflejo de que la especie era muy común en el Campo de Montiel. Hoy los oigo mucho menos, y los veo rara vez. A finales del siglo XIX, Chapman aseguraba que la pequeña avutarda era muy abundante; desde entonces el sisón ha sufrido un serio declive. ¿Qué le ha pasado? Todo apunta a que ha sido víctima de uno de los acontecimientos que más bienestar ha aportado al ser humano: la revolución verde.
En los años 1940, el agrónomo estadounidense Norman Borlaug inició experiencias de desarrollo agrícola en México. Alentado por la idea de erradicar el hambre en el mundo a base de mejorar la producción agraria, su obra forjó lo que más tarde vino a llamarse la revolución verde: multiplicar la producción a costa de regadíos, fertilizantes, plaguicidas, monocultivos y variedades híbridas. Pronto esta agricultura intensiva alivió las miserias de numerosos países subdesarrollados, y las técnicas se extendieron por todo el planeta, incluyendo nuestra Europa mediterránea (en buena parte a instancias de la política agraria de la Unión Europea). Los resultados fueron excelentes en términos económicos: se estima que la revolución verde ha salvado cientos de millones de vidas humanas. Norman Borlaug recibió el Premio Nobel de la Paz, y a su muerte, en 2009, fue honrado como uno de los grandes benefactores de la humanidad. Pero esta historia tiene su contraparte desde el lado del sisón. Sus eriales fueron arados y convertidos en cultivos cerealistas. Sus campos fueron rociados periódicamente con venenos que le dejaban, como mínimo, pocos insectos que comer. Estas y otras muchas causas, más sutiles, están borrando lentamente al sisón de nuestro paisaje. Borlaug respondía así ante las críticas de grupos ecologistas: “Si vivieran sólo un mes en medio de la miseria del mundo en desarrollo, como he hecho por cincuenta años, estarían clamando por tractores y fertilizantes y canales de riego […]” ¿Acaso para poder alimentarnos debemos sacrificar a las especies que nos acompañan? No tiene por qué, hay métodos de agricultura ecológica que no son tan agresivos como los de la revolución verde. Por tanto, existe otra opción: esforzarnos por hacer un mundo donde el bienestar humano sea compatible con el patrimonio de la biodiversidad. Y aunque eso esté cada día más lejos, al menos sepamos que podría ser posible.
Datos citados procedentes de los enlaces proporcionados, y de este estudio. El libro de Chapman se puede descargar desde Biodiversity Heritage.
La insólita danza del macho del sisón (Tetrax tetrax) sirve para atraer a distancia a las hembras, al igual que las “ruedas” que protagonizan los grandes machos barbones de su pariente, la avutarda. Ambas escenas son variantes de un mismo asunto: el lek, la exhibición ritualizada que los machos de ciertas especies realizan en terrenos especiales, las “arenas”, a donde las hembras acuden dispuestas a aparearse. Los machos muestran su calidad genética a través de una vigorosa exhibición, aparentemente absurda o extravagante, cuyo único objetivo es convencer a una hembra de que merece la pena como compañero de reproducción. Gracias al esfuerzo que realizan los machos en un lek, la hembra puede evaluar rápidamente cuáles le interesan, y así elegir los mejores genes posibles para su descendencia.
Pero cada década son menos los sisones que nos brindan estas soberbias extravagancias. Desde 2004, la IUCN tiene catalogado a esta pequeña avutarda en su Lista Roja, en la categoría de “Casi Amenazada”. En apenas un siglo se ha extinguido en Alemania, Grecia y en gran parte de la Europa del Este. En Francia, el 80% de los sisones se perdieron sólo en las décadas de 1980-1990. El último gran refugio del sisón en Europa es la Península Ibérica, que acoge a unas tres cuartas partes de la población europea, sobre todo en la submeseta sur. En nuestro monte, el sonido siseante del vuelo del sisón macho era habitual hace diez años, reflejo de que la especie era muy común en el Campo de Montiel. Hoy los oigo mucho menos, y los veo rara vez. A finales del siglo XIX, Chapman aseguraba que la pequeña avutarda era muy abundante; desde entonces el sisón ha sufrido un serio declive. ¿Qué le ha pasado? Todo apunta a que ha sido víctima de uno de los acontecimientos que más bienestar ha aportado al ser humano: la revolución verde.
En los años 1940, el agrónomo estadounidense Norman Borlaug inició experiencias de desarrollo agrícola en México. Alentado por la idea de erradicar el hambre en el mundo a base de mejorar la producción agraria, su obra forjó lo que más tarde vino a llamarse la revolución verde: multiplicar la producción a costa de regadíos, fertilizantes, plaguicidas, monocultivos y variedades híbridas. Pronto esta agricultura intensiva alivió las miserias de numerosos países subdesarrollados, y las técnicas se extendieron por todo el planeta, incluyendo nuestra Europa mediterránea (en buena parte a instancias de la política agraria de la Unión Europea). Los resultados fueron excelentes en términos económicos: se estima que la revolución verde ha salvado cientos de millones de vidas humanas. Norman Borlaug recibió el Premio Nobel de la Paz, y a su muerte, en 2009, fue honrado como uno de los grandes benefactores de la humanidad. Pero esta historia tiene su contraparte desde el lado del sisón. Sus eriales fueron arados y convertidos en cultivos cerealistas. Sus campos fueron rociados periódicamente con venenos que le dejaban, como mínimo, pocos insectos que comer. Estas y otras muchas causas, más sutiles, están borrando lentamente al sisón de nuestro paisaje. Borlaug respondía así ante las críticas de grupos ecologistas: “Si vivieran sólo un mes en medio de la miseria del mundo en desarrollo, como he hecho por cincuenta años, estarían clamando por tractores y fertilizantes y canales de riego […]” ¿Acaso para poder alimentarnos debemos sacrificar a las especies que nos acompañan? No tiene por qué, hay métodos de agricultura ecológica que no son tan agresivos como los de la revolución verde. Por tanto, existe otra opción: esforzarnos por hacer un mundo donde el bienestar humano sea compatible con el patrimonio de la biodiversidad. Y aunque eso esté cada día más lejos, al menos sepamos que podría ser posible.
Datos citados procedentes de los enlaces proporcionados, y de este estudio. El libro de Chapman se puede descargar desde Biodiversity Heritage.
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