30 abril 2011

Parásitos tan útiles

La hormiga recorre el terciopelo blanco de los tallos de un arbusto, erizado de espinas, que sólo existe en la Península Ibérica. Astragalus clusianus, emparentado estrechamente con hierbas leguminosas, es un matorral con flores de cáliz hinchado, por uno de los cuales cruza la hormiga, junto a un agujero circular que practicó algún abejorro para robar néctar. Más allá, la hormiga se detiene entre unos puntos negros que motean el tejido rosado del cáliz. Toca esas motas negras con las antenas, y los pulgones expulsan por el extremo de su abdomen una gota de melazo, el líquido dulce mediante el que se deshacen del exceso de azúcares que les aporta la savia elaborada del Astragalus. Para las abejas, el melazo supone la base para hacer miel cuando no hay nada mejor. Para las hormigas, esta secreción viscosa es la golosina por la que cuidan de los pulgones como de un rebaño diminuto, protegiéndolos de sus numerosos enemigos: las mariquitas de 7 puntos, las crisopas, las larvas de ambas y las de ciertas moscas sírfidas, las avispas parasitoides que les inoculan huevos…

Ante tantas amenazas, los indefensos pulgones pagan con azúcar la protección de todo un ejército de belicosas hormigas. Pero además, sin pretenderlo, los pulgones seguramente están siendo el intermediario que utiliza la planta para ganarse la protección de esas hormigas. Porque a menudo, en la naturaleza, las plantas con pulgones no muestran señales de estar perjudicadas, sino todo lo contrario, un vigor inusual. La explicación a esta aparente paradoja es que las hormigas, al patrullar incesantemente los tallos, hojas y flores en busca de sus pulgones, eliminan a su paso las orugas y otros insectos comedores de hojas, los cuales podrían dañar la planta mucho más que los pulgones. Y aunque los pulgones a veces contagian enfermedades de unas plantas a otras (por ejemplo, virus vegetales), el caso es que mediante su conexión con las hormigas parecen beneficiar más que perjudicar, sobre todo en las leñosas. Lo mismo cabe decir de algunas jóvenes cigarrillas, equivalentes a los pulgones en su relación con las plantas y las hormigas. Este ejemplo de interacción ecológica indirecta entre plantas y hormigas muestra que para entender la naturaleza no podemos centrarnos simplemente en las interacciones directas entre especies: hay que tener miras más amplias. También sugiere que, en ocasiones, un parásito puede funcionar como un órgano más de su hospedador, atrayendo, por ejemplo, los servicios de un protector.

Gracias a Bibiano Fernández por la ayuda para identificar este Astragalus.

23 abril 2011

Praderas en el aire

Los primeros árboles que surgieron sobre la tierra trajeron nuevas oportunidades de vida para los animales, hace unos 400 millones de años. Alzándose del suelo gracias a su tronco, un árbol puede dar hojas a lo largo de metros y metros de altura, formando así una masa verde mucho más voluminosa que la de cualquier pradera que creciese en la misma superficie de suelo que abarcan sus raíces. Realmente la plétora de pequeños herbívoros que se ceban cada año en los renuevos de nuestras encinas hace pensar que para la mayoría de los animales un árbol es algo así como una pradera suspendida en el aire a lo largo de ramas. Pero para un animal pequeño se trata de una pradera bastante desprotegida, porque entre las hojas y ramas no hay refugios tales como rocas, hojarasca o simplemente tierra donde enterrarse, escondrijos todos ellos que sí suelen hallarse a ras de suelo por imperativo de la fuerza de gravedad. Ante esta falta de refugios y la abundancia de enemigos (pájaros, avispas, moscas rapaces...), no es raro que muchos de los diminutos herbívoros de las encinas se fabriquen ellos mismos sus propios escondites. Por ejemplo, cada una de las abundantísimas orugas de la polilla Aleima loeflingianum se oculta en un estuche que construye uniendo con seda los bordes de varias hojas de encina.

Otra manera de protegerse con las hojas nos la muestra el escarabajo rojo de la imagen, un gorgojo enrollahojas. La hembra hace a mordiscos un corte en una hoja de encina de tal manera que la lámina verde se enrolla sobre sí misma formando una especie de tubo. En el interior de esta guarida la hembra pone huevos, y la larva del futuro gorgojo se desarrollará allí dentro, a salvo, alimentándose de los tejidos tiernos de la hoja. Pero, a pesar de todas estas precauciones, el cobijo del enrollahojas todavía puede recibir a un inquilino: la larva del gorgojo verde Lasiorhynchites, que cría en los refugios de su pariente el enrollahojas. Ambas larvas crecen juntas dentro del estuche, aparentemente en buena armonía, hasta que caen al suelo para pupar. Allí sus caminos se separan, pero quizás sólo por unos meses, porque si todo les va bien estos "hermanos de hoja" podrán reencontrarse ya como adultos en los brotes de alguna carrasca en el mes de abril.

Los gorgojos enrollahojas son típicos de las selvas tropicales, y en nuestros montes constituyen un recuerdo más del pasado tropical de la región mediterránea. ¿Qué improbables senderos de la evolución habrán llevado a los enrollahojas y a su inquilino verde a vivir de este modo, como reliquias de un linaje tropical en pleno monte mediterráneo? En cualquier caso, estos gorgojos tan solo representan la punta del iceberg, una más de las muchas historias insólitas que se ocultan en el extraño país de las maravillas que hay en la copa de una encina. En la copa de una simple encina, de una cualquiera de nuestros millares de encinas.

Basado en la narración de Fabre sobre el gorgojo Attelabus (Souvenirs Entomologiques) y en la información sobre estos grogojos que figura en la guía de coleópteros de Zahradnik (Omega, 1990).

09 abril 2011

Flores mentirosas

En el pasillo de las orquídeas-abeja, entre dos filos de encinas, se alzan algunos romeros; a la sombra de su madera retorcida cuelgan las campanas del tulipán de monte, y alrededor de ellos se extiende un pasto pedregoso repleto de manzanilla portuguesa. No hay ni una sola orquídea llamativa, como Orchis papilionacea, pero sí muchas orquídeas-abeja, con sus flores abriéndose como extraños insectos, pelirrojas y aterciopeladas, con formas extravagantes y reflejos como de alas que relucen.

Algunas abejas macho encuentran irresistibles estas flores. Realmente les recuerdan a una hembra, no sólo por su aspecto, sino por su olor. De algún modo, millones de años de evolución han proporcionado a las orquídeas la fórmula secreta del aroma de la abeja hembra a la que imitan. Hasta tal punto es bueno el engaño que las abejas macho tratan inútilmente de aparearse con la flor. Cuando los forcejeos de la abeja la colocan en la posición adecuada, se le quedan pegadas dos bolsas de polen, las polinias (adheridas a la frente, o al extremo del abdomen, según la orquídea). Así su próxima visita a otra orquídea-abeja podrá polinizar la flor. ¿Resultado? La pobre abeja ha tenido dos decepciones sexuales, y la orquídea se ha gastado cero calorías en néctar para atraer a las abejas, pero a pesar de eso ha conseguido reproducirse: el engaño sexual le ha dado buenos dividendos evolutivos.

Y sin embargo, siempre que veo orquídeas-abeja pienso que están atrapadas por su propio engaño. Porque, ¿qué ocurriría si lograran ser muy abundantes? Las abejas perderían mucho tiempo y energía entreteniéndose con las flores engañosas, y eso les restaría capacidad reproductiva. Entonces la selección natural se pondría en marcha seleccionando a los machos capaces de detectar e ignorar las imitaciones florales. Con esto, las orquídeas abeja perderían clientela, y se verían obligadas a evolucionar, mejorando sus imitaciones. Así entraríamos en un círculo vicioso, en el que, generación tras generación, las abejas se volverían cada vez más hábiles descubriendo los engaños y las orquídeas harían señuelos cada vez más eficaces. Es lo que se llama una “carrera de armamentos”, cuyo final podría ser o bien abejas que ya no pueden ser timadas por las orquídeas (las cuales irían escaseando hasta quizás desaparecer), o bien una flor con todo lo que una abeja macho pueda soñar, un señuelo insuperable… con el que las orquídeas estarían no ganando la partida, sino perdiéndola. Porque, si las orquídeas abundan y el señuelo es tan bueno que las abejas macho realmente lo prefieren a las hembras, eso diezmará la reproducción de las abejas, y entonces cada año tendrán menos polinizadores, con lo cual las orquídeas se reproducirán cada vez menos, y quizás se extingan. Su propio éxito habrá sido su fracaso, igual que si un depredador fuese tan eficaz como para exterminar a sus presas o un parásito se contagiase como una plaga acabando con sus hospedadores.

¿Cuál es la solución a esta partida de ajedrez evolutiva? La que nos muestran nuestros campos: pocas orquídeas-abeja, pero con flores muy atractivas para las abejas macho. Al ser pocas flores, no estorban demasiado la reproducción de sus abejas, por lo que no entran en la peligrosa carrera de armamentos. Y al ser flores muy atractivas, da igual que sean pocas, porque seguramente tendrán éxito. Al apostar por la escasez como estrategia de supervivencia, las orquídeas abeja son lo que se llama “enemigos raros” de sus polinizadores. Evocan la idea de que la naturaleza es una vasta calculadora analógica, capaz de resolver complejos cálculos evolutivos usando, entre otras unidades, flores e insectos.

En la imagen, una de las cuatro especies de orquídea-abeja del paraje, Ophrys lutea. Más sobre polinización por decepción sexual en este artículo.

01 abril 2011

Viviendo sin aire

Junto a las encinas, entre las flores amarillas de las aliagas, una oveja pasta, recortando hierba con los largos dientes, hora tras hora, hasta acumular casi 5 kg de pasto en su estómago. Luego, tranquilamente, rumia, regurgita la hierba tragada para masticarla de nuevo, bocado tras bocado, y el puré resultante regresa al estómago, a la gran cámara oscura del rumen. Allí, millones de diminutas vidas microscópicas aguardan para digerir la pasta de hierba. Viven prácticamente sin oxígeno, como vivían las células primordiales del eón Arcaico. Como ellas, la mayoría son bacterias. Se alimentan de la fibra de la hierba, de la celulosa; la fermentan y dejan como residuo un cóctel de suaves ácidos orgánicos llenos de una energía que aprovecharán otras bacterias diferentes. Entre las bacterias nadan microbios de formas insólitas que parecen como monstruos enormes impulsados por pestañas vibrátiles. Son células eucariotas, los ciliados del rumen: Entodinium, Isotricha... Engullen bacterias una tras otra como alimento, pero a la vez algunos albergan bacterias que viven flotando dentro de ellos. Estas bacterias interiores, al alimentarse, desprenden gas natural, metano que escapa al exterior por la boca de la oveja, contribuyendo al cambio climático. Estos productores de metano son los metanógenos, reliquias vivientes de una Tierra primigenia donde el aire todavía no tenía oxígeno, supervivientes de un abismo de tiempo anterior a los dinosaurios y a los animales y plantas, de una edad en que nuestro mundo era un planeta extraño donde el metano de la atmósfera retenía el calor de un Sol joven y débil, originando una bruma rojiza que hacía del día un perpetuo ocaso.

Podríamos perdernos en esta jungla microbiana: hay hongos que a veces parecen no serlo, porque sus esporas nadan, y también hay virus que destruyen bacterias, como los Podoviridae, y en una gota del fluido del rumen puede haber más de estos virus que personas en el mundo. Para todos estos microbios la oveja es valiosa, porque ofrece en su rumen un buen ambiente donde vivir, lleno de alimento y lejos del oxígeno del aire, que los dañaría. Fuera de la oveja, estos seres microscópicos deben de sobrevivir a duras penas convertidos en esporas, si es que sobreviven, a la espera de ser tragados para resucitar dentro del estómago. Para la oveja, los microbios son valiosos: sin ellos, no podría digerir la fibra, el componente principal de la hierba. Gracias a sus extraños aliados, la oveja asimila la celulosa en forma de sustancias sencillas, el producto del tanque de fermentación que es su rumen. Pero la oveja también devora a sus benévolos inquilinos, cuando digiere la pasta de hierba fermentada, en otra cavidad del estómago. Y toda esta historia al final puede terminar en nosotros, a través del cordero y del queso.

Más sobre el rumen de la oveja en este artículo, y sobre la vida primigenia en Knoll (2003) La vida en un joven planeta, Omega.