25 febrero 2014

Nómadas del pasto

Como cada vez que se acerca el Carnaval, retoma su crecimiento en nuestro ecosistema el nuevo pasto de este año, un ralo verdor bajo cuya apariencia monótona se esconde la mayor riqueza de especies del lugar. Pronto lo sobrevolarán las abejas solitarias y sus extravagantes enemigos, y se poblará de diminutas guaridas subterráneas, de las telarañas donde las Steatoda capturan hormigas como en un palangre, de millares de otras redes más desconocidas aún mediante las cuales fluyen las calorías fijadas por la hierba hacia los insectos, los pájaros, todos los animales del herbazal. Por el momento, apenas recorren la incipiente hierba algunos de los minúsculos pioneros que cada año reinician su periplo vital en una nueva generación. Son nómadas urticantes que viven medio protegidos por tiendas de seda que van tejiendo a medida que deambulan por el pasto. Nacen con los primeros días de sol y permanecen unidos al principio, hasta que cada cual toma su camino entre los heliantemos, las plantas que devoran con avidez bajo las diminutas flores blancas de las Erophila verna.
 
Estos nómadas del pasto son las procesionarias del suelo (Thaumetopoea herculeana), uno de los dos tipos de procesionaria del paraje. El otro, la procesionaria del roble (Thaumetopoea processionea), construye en plena primavera escasas tiendas de seda sobe algunas coscojas, refugios permanentes desde donde las orugas salen a comer. Los árboles evolutivos muestran que esta es seguramente la manera de vivir más primitiva entre las procesionarias. Los linajes más modernos del género Thaumetopoea también construyen tiendas, pero se alimentan de árboles de la familia del pino (Pináceas), como la famosa procesionaria del pino. ¿Qué sentido pueden tener estos cambios evolutivos? ¿Acaso nos están contando las procesionarias cómo ha cambiado la vegetación en Europa durante los últimos millones de años?
Vayamos por partes. Hace unos 30 millones de años, a mediados del periodo Terciario, ya había robles, y la vegetación era tan boscosa que seguramente existían muy pocos claros donde pudieran crecer los heliantemos, por ejemplo. A finales del Terciario, el clima se deterioró, los bosques se aclararon y comenzó la gran diversificación de los heliantemos. Por todo lo cual apareció el nicho ecológico que hoy ocupa la procesionaria del suelo. Más tarde, a medida que el clima se enfrió, los bosques de coníferas, de pinos y abetos, se extendieron por gran parte de Eurasia, y este nuevo escenario ecológico fue totalmente favorable para que evolucionaran las nuevas procesionarias de las Pináceas. De este modo, aunque todos estos argumentos sean especulativos, el hecho es que cuadran con que la idea de que la evolución de las procesionarias está reflejando indirectamente los grandes cambios de vegetación que han acontecido en esta región del planeta. Así que mucho cuidado al caminar por el pasto en estos días, no sea que pisemos un recuerdo evolutivo más de nuestro patrimonio natural.

Más sobre la evolución de la vegetación de la zona mediterránea en Thompson (2005) Plant evolution in the Mediterranean.

13 enero 2014

Viaje en el tiempo evolutivo

Acebuche (Olea oleaster)
Para un niño, una vida de cien años es tan incomprensible como la eternidad. Como para nosotros el pulso del planeta, los cambios infinitesimales del día a día integrados a lo largo de millones de siglos, el lento fluir de paisajes y formas de vida a medio camino entre el caos y las leyes de la naturaleza. Si un siglo fuese un milímetro, si esa distancia, apenas el trazo de un lápiz, representase todo el devenir de un centenario, entonces un millón de años serían diez metros, apenas diez pasos, de un camino cuyo final es un misterio. Los fósiles nos hablan de tiempos mucho más remotos que un millón de años, y sin embargo algunos de sus testimonios parecen casi actuales, tanto que nos invitan a pensar que en el fondo hay algo que permanece a lo largo del abismo del tiempo. Por ejemplo, fósiles de jazmines casi iguales a la especie que hoy crece en las umbrías de nuestro ecosistema datan de hace unos 4 millones de años; 40 pasos. A 120 pasos desde el presente encontramos aún algo muy similar a otro arbusto del matorral mediterráneo, el labiérnago; por tanto su complejo vínculo con los insectos de las agallas se ha forjado, como mucho, durante más de cien millares de vidas de centenario. Y retrocediendo más aún en el periodo Terciario, en tiempos de clima subtropical en Europa, todavía damos con algo muy parecido a nuestra encina, y a la coscoja y el acebuche que a menudo la acompañan en estas garrigas del Campo de Montiel. No son exactamente la misma especie, pero los paleobotánicos consideran que se trata de los fósiles de sus antepasados directos, en ocasiones virtualmente indistinguibles por su aspecto, como sucedía en los casos anteriores. Así que, desde cada bellota y aceituna, unos 26 millones de años nos contemplan. ¿Qué hay al fondo de este reloj evolutivo, tan extraordinariamente largo para las plantas leñosas como rápido a la hora de contar la llegada y la marcha de las especies animales, en comparación mucho más efímeras? La historia de la vida nos permite adivinar que el final inexorable del tiempo alcanzará tarde o temprano a cada especie de planta o animal. A la larga, para estas especies la única manera de eludir la extinción es “reproducirse”, esto es, especiar, dar origen a otras especies nuevas. Especies que serán el próximo testigo de los genes en esa carrera de relevos a lo largo de los eones que hemos dado en llamar evolución.