18 enero 2010

Efecto almacenaje

¿Cómo pueden coexistir en nuestro pequeño ecosistema más de 190 especies de plantas, en apenas 25 hectáreas? ¿Acaso no sería de esperar que algunas especies, las más competitivas, acabasen extendiéndose a costa de eliminar a las demás? La realidad es más complicada que eso. Por ejemplo, las cambiantes condiciones meteorológicas favorecen ora a unas especies, ora a otras, y eso es obvio en este invierno, tras más de 200 litros de lluvia. Ese agua ha revelado la presencia de unas plantas que parecen impropias de nuestro seco monte manchego: entre el musgo, minúsculas y relucientes, han crecido hepáticas. Estas plantas, las más primitivas de todas las terrestres, las que medran en los ribazos umbríos y mojados de los arroyos de montaña, estas extrañas hojas laminares que extienden sus raicillas sobre el barro, crecen ahora en el mismo ecosistema que en verano ve sucumbir ante la sequía hasta a las plantas crasas. ¿Cuántos años habrán aguardado sus esporas hasta que, por fin, el tiempo les ha sido propicio? ¿Cuántos las habría pasado yo por alto de no ser por estas lluvias? En breve, las rosetas de Riccia, con sus hojas de apenas 3 mm de anchura, se secarán, pero en la tierra habrán dejado el invisible testigo de sus genes, encapsulados, preparados para soportar meses, años, hasta que por fin llegue la breve época favorable que permite a esta especie crecer y mostrarse al mundo por pocas semanas. Porque en la naturaleza no sólo está los que vemos normalmente, también hay especies fugitivas, como esta hepática, seres que viven al margen de las reglas de la mayoría, a la espera de su momento, "almacenadas" en el ecosistema en forma de esporas de resistencia, como un recuerdo dispuesto a ser revivido cuando se den las condiciones idóneas. El aumento de biodiversidad causado por estas especies es un caso de storage effect, "efecto almacenaje".

Más sobre Riccia en Guía de campo de los líquenes, musgos y hepáticas (Wirth et al., Omega).

11 enero 2010

Juntos en el frío

Entre nevadas y ventiscas, avanza este invierno tan inusualmente duro como inesperado después de tan cálido otoño. Cuesta creer que los mismos seres que en verano han soportado las tórridas temperaturas del mediodía mediterráneo sean ahora capaces también de sobrevivir a semanas enteras de heladas y lluvias, a la nieve y el hielo. Los mayores cuentan con la ventaja de que un tamaño corporal grande tiende a conservar mejor el calor, ya que el enfriamiento sucede a través de la superficie del animal y ésta aumenta con la longitud más despacio que el peso. Aves y mamíferos, además de ser animales relativamente grandes, generan su propio calor corporal. Pero, ¿qué hay de los más pequeños? Se las arreglan como buenamente pueden. Por ejemplo, refugiándose y disminuyendo considerablemente su actividad (dormancia). Parece ser el caso de estos dos insectos: la mosca enjambradora y el escarabajo del romero. Multitudinarios enjambres de la primera se veían por los rincones ya desde finales de verano, mientras que los segundos son de los últimos insectos en verse al final del otoño y de los primeros en aparecer al iniciarse la primavera. Ambas especies no sólo se refugian sino que se reúnen en grupos. ¿Acaso la presencia de otros animales desprende algo de calor que favorece evolutivamente esta estrategia? ¿O reduce el riesgo de ser cazado si un depredador da con el escondite? ¿O simplemente los insectos coinciden allá donde encuentran un buen refugio? ¿Quizá sintetizan alguna sustancia anticongelante en su organismo? Entre estas preguntas, los días gélidos y los temporales se suceden uno tras otro, poniendo a prueba una vez más la resistencia física de los moradores de nuestro ecosistema, presionando a la evolución para producir nuevas y sorprendentes adaptaciones...

Las Pollenia se desarrollan como ectoparasitoides de lombrices de tierra. Los Chrysolina se nutren de hojas de romero.
Más sobre ellos en Guide to Garden Wildlife (Lewington 2008).