26 febrero 2012

Isla Cadáver

La vi pocos días antes de morir: una oveja rezagada del rebaño, de aspecto avejentado y balar ronco de enfermedad. “Poco le queda”, pensé bajo el reclamo de los reyezuelos en las encinas. Semanas después, la primavera apuntaba en los brotes de la hierba sobre la que yacía la carcasa de lo que fue esa oveja. No había olor, ni ya ruido de urracas, sólo destacaba la incipiente blancura de los huesos aún articulados. Me acerqué a ella pensando en cómo se estaba convirtiendo en humus, en minerales, en insectos destinados a dar vida a los pájaros, en toda una reserva de nutrientes en el suelo de la que habrían de surgir hierbas que sustentarían a otras ovejas... Levanté el cráneo con una rama y allí estaban, agazapados, los escarabajos que habían nacido de esta muerte; los logré identificar dentro del género Thanatophilus (seguramente de la especie rugosus, ver dibujo), que significa "amigos de la muerte". Recordé aquella liebre muerta en mayo, cómo se llenó de los mismos insectos, como el ratón del verano, la torcaz o la culebra de escalera atropellada. Los Thanatophilus siempre acababan encontrando el cadáver, y nunca se sabía de dónde habían salido.


Pensé que, para estos insectos fúnebres, un vertebrado muerto es algo así como una isla que surge, imprevisible y benévola, de entre el mar hostil del matorral mediterráneo. Pensé que la evolución debe de haber dotado a los diminutos “amigos de la muerte” de un prodigioso olfato y de una buena capacidad de volar hacia una “Isla Cadáver”, esa tierra prometida que quizás sólo algunos elegidos pudieran alcanzar en cada generación. Recordé que el escarabajo enterrador que había encontrado ahogado en un bidón en verano tenía plegadas unas alas larguísimas bajo los cortos élitros, indicio de que era un gran volador de largas distancias en busca de estas islas de carroña. Generalicé que los insectos de la carroña deben de ser grandes viajeros, como predice su particular ecología. Porque, para un organismo que depende de hábitats efímeros y de aparición imprevisible, como un cadáver, hay una enorme presión evolutiva hacia el desarrollo y mantenimiento de una gran capacidad de dispersión, que le facilitará localizar esos raros entornos favorables que necesita. Hasta tal punto sucede así que los escarabajos del linaje del Thanatophilus (Sílfidos) que han perdido la capacidad de volar tienden a abandonar los hábitos necrófagos, volviéndose mayoritariamente cazadores de invertebrados del suelo, un modo de vida para el que no necesitan vuelo. Del mismo modo que los escarabajos carroñeros son consumados voladores, los escarabajos acuáticos propios de las charcas temporales vuelan excelentemente, al igual que ciertos chinches especialistas en esas islas de agua efímeras que a veces la primavera hace brotar entre el secano.

Más sobre la evolución de la capacidad de dispersión en “Discovering evolutionary ecology” (Mayhew, 2006).

6 comentarios:

Abel Bermejo García dijo...

Un asunto interesante el que tocas, la verdad que las adaptaciones evolutivas son excelentes: rapidez en la localización y donde completaran su ciclo biológico. Me recuerda a un trabajo que estuve realizando sobre la fauna que vive en el estiércol ….otra isla de vida.
Un saludo
Avbel

El Naturalista dijo...

¿Se puede ver ese trabajo? Me interesa mucho la evolución en esta case de hábitats efímeros, ya sean escatológicos o no tanto. Si quieres, Abel, me lo puedes mandar al correo. De hecho antes de empezar esta entrada de hoy he dudado si abordar este tema (dispersión asociada a hábitats con alta heterogeneidad temporal) a partir de insectos coprófagos en vez de necrófagos. Saludos naturalistas.

Jesús Dorda dijo...

El comentario de las largas alas de los escarabajos me ha recordado a las alas de los buitres, los dos grupos animales tienen que recorrer largas distancias para poder encontrar un alimento impredecible.
Saludos

El Naturalista dijo...

Es una curiosa convergencia evolutiva, sí: parece que los carroñeros especializados en carcasas de vertebrados han de ser buenos dispersándose, ya sean muy grandes o muy pequeños. Como el tamaño corporal de la fase dispersora del animal suele traer mejores capacidades de dispersión, tal vez es más fácil que evolucionen carroñeros entre los animales grandes que entre los pequeños... Saludos naturalistas.

González dijo...

La entrada me trae recuerdos de mi niñez, hacia el año 1.956. En las eras de las afueras del pueblo dejaron el cadáver de una mula (por entonces se utilizaban para realizar las faenas agrícolas) y acudieron a devorarla unos enormes pajaracos negros. Nada más salir de la escuela fuimos los amigos a ver el espectáculo: Un grupo de buitres negros (según nos dijo luego el maestro) arrancaban la carne y las vísceras del animal. No nos atrevimos a acercarnos a ellos porque nos asustaban por su enorme tamaño, sobre todo cuando tenían algún escarceo y aleteaban para espantar a otro.
Nunca más volvimos a contemplar tan impresionante escena, porque construyeron un "muladar",en donde creo que incineraban los cadáveres de los animales de labor que morían.

El Naturalista dijo...

González, con esa escena memorable nos has dado testimonio de una realidad ecológica que se perdió con el desarrollo de la región manchega. Por lo que cuentas, aquella población de buitres debió de sucumbir ante la falta de carroñas, y quién sabe si ante disparos de los que se empeñaban el "limpiar" el campo de alimañas. Está claro que toda esta asombrosa fauna desaparecida podría volver si cambiaran un poco las costumbres de la sociedad.