22 diciembre 2010

Tres especies y un nicho

Una imagen como ésta es tan difícil de contemplar como fácil de ver resulta su protagonista rapaz, el aguilucho pálido (Circus cyaneus), en sus largos planeos sobre los campos abiertos durante el invierno, ya sea en La Mancha o en cualquier otra zona despejada a lo largo de casi toda la región Paleártica (Eurasia y Norteamérica). Cada año sobrevuelan nuestro ecosistema algunos aguiluchos pálidos, menos que sus parientes estivales, los aguiluchos cenizos (Circus pygargus), que prácticamente son idénticos excepto por su tamaño algo mayor y por migrar cada año desde el África subsahariana. Por lo demás, ambas especies de aguiluchos cazan planeando bajo sobre los campos, y ambas capturan más o menos lo mismo: pequeños vertebrados (sobre todo pajarillos, roedores, algún gazapo...) y a menudo insectos grandes.

Por tanto, a efectos prácticos, uno y otro aguilucho desempeñan el mismo papel en el ecosistema, el mismo nicho ecológico. Y esto va en contra de lo que se nos enseña generalmente a los biólogos: que cada especie tiene un nicho ecológico distinto, separado del de otras especies de su comunidad. Pero muchos os habréis ya percatado de que en realidad ambos aguiluchos sí que ocupan nichos distintos, separados en el tiempo por la estación del año. De este modo, viven en el mismo sitio pero nunca coinciden lo suficiente como para competir en serio uno con otro por el alimento, lo cual llevaría a la extinción de la especie menos capaz, según cree la mayoría de los naturalistas. Con esto, la norma "una especie - un nicho" queda salvada.

Pero quitémonos los prismáticos y miremos alrededor del aguilucho pálido. En esos mismos campos abiertos podemos encontrar ratoneros y milanos reales, rapaces que solamente visitan el paraje en invierno, con dietas prácticamente idénticas a las del aguilucho pálido. ¿Diremos que ocupan nichos distintos? Si es así, ¿dónde está la diferencia que los separa? Tanto el aguilucho pálido como el ratonero y el milano se dedican a capturar lo que buenamente pueden para sobrevivir al invierno, ¿podemos pensar que se van a permitir el lujo de seleccionar a su presa para evitar competir entre sí? Como no puedo convencerme de que no compitan por sus presas (lo que come uno ya no lo comerá otro), tengo que considerar que las tres rapaces están ocupando un mismo nicho en el ecosistema. Es decir, cuando llega el invierno, cuando escasean las presas, los temporales impiden cazar y en los días de sol apenas hay horas de luz para conseguir alimento, en esos meses durísimos para la vida, en nuestro monte no hay una sola especie de rapaz planeadora, como en verano, sino... ¡nada menos que tres! Tres especies en el mismo nicho.

Por desgracia, la definición de nicho es tan capciosa que habrá quien piense que no llevo razón, que estas tres rapaces ocuparán tres nichos distintos, separados por alguna peculiaridad completamente insignificante que distinga sus dietas en el paraje. Da lo mismo: si compiten, la teoría clásica dice que debería quedar una sola especie. Y es difícil negar que compitan por el escaso alimento en las condiciones que he descrito antes. Por todo esto, y por más cosas que ya he comentado por aquí, considero que la imagen típica de las comunidades ecológicas, esa idea de que cada especie tiene forzosamente un nicho distinto, es una caricatura de la realidad que más que ayudar nos confunde a la hora de comprender la naturaleza.

11 diciembre 2010

Los pequeños migradores

Después de las primeras nieves y de las lluvias abundantes que siguieron, por fin vuelve a salir el sol sobre nuestro monte mediterráneo, y ahora todos los pajarillos se afanan aprovechando las horas de buen tiempo para conseguir algo de la comida que no han logrado en estos días de tempestades. Toda la comunidad de aves invernantes está en movimiento: petirrojos y herrerillos trajinan por las copas de las encinas, más arriba de la altura de las ramas por donde se suele ver a las currucas. Los zorzales y las urracas cruzan de un arbusto a otro, bandos de torcaces pasan rápidamente por el cielo, y a lo lejos se oyen gangas, ortegas, mirlos... En esta época incluso los pedregales tienen su propio especialista, el colirrojo tizón (Phoenicurus ochruros, el de esta acuarela es un macho). Cada invierno, dos o tres parejas de colirrojos se instalan provisionalmente en torno a las alineaciones de rocas apiladas que delimitan un antiguo campo de cultivo, abandonado hace décadas e invadido por matorrales, en el borde del ecosistema. Como tantas especies de aves, los colirrojos sólo visitan el paraje en invierno, y se marchan en cuanto despunta la primavera. Lo mismo cabe decir de los reyezuelos, petirrojos, zorzales, escribanos montesinos, pinzones, herrerillos, alondras... Todos ellos tienen algo en común: son pájaros bastante pequeños. En comparación, muchas de las aves que pueden verse todo el año son medianas o grandes, como avutardas, sisones, torcaces, perdices, gangas y ratoneros, por citar unas cuantas especies. Y si lo pensamos tiene toda la lógica del mundo, porque, al igual que los más propensos a padecer el frío son los niños pequeños, las aves más menudas resultan mucho más vulnerables a las heladas que las de mayor tamaño. Un ser vivo pequeño tiene mucha superficie corporal comparada con su peso, y esa elevada relación superficie/volumen hace que pierda más calor que uno grande. Por eso esperaríamos que las aves que vienen a estas tierras huyendo del frío de los inviernos del norte fuesen mayoritariamente pequeñas. Un simple paseo por cualquiera de nuestros montes confirma esta sencilla expectativa, otro ejemplo más de que la naturaleza a menudo es más fácil de entender de lo que parece.

25 noviembre 2010

Recuerdo del trópico

Muchas de las plantas del monte mediterráneo que ahora toleran los temporales y el frío descienden de especies tropicales, aunque cueste creerlo. Sus antepasados antaño crecían en las junglas lluviosas que cubrían Europa, hace 50 millones de años, y en cambio ahora sus lejanos descendientes han de vérselas con el cierzo y la escarcha. Ante tanto contraste, se diría que poco tienen de tropicales... y el lector está en todo su derecho a dudar de que ese supuesto origen tropical sea cierto... porque, en definitiva, ¿qué pruebas hay? Bien, fijémonos en las coscojas, esas carrascas de vivo color verde, cuyas hojas, a diferencia de las encinas, no tienen el envés cubierto de fino pelo blanco.

Las coscojas (Quercus coccifera) nos muestran todo el año sus hojas duras, coriáceas y escamosas, esa clase de hoja, llamada esclerófila, que encontramos en muchos otros arbustos mediterráneos, desde el olivo hasta el madroño. Y entre las hojas, sobre cuencos leñosos repletos de espinas, las coscojas echan sus bellotas, mucho más amargas que las de la encina. Las separa además otra gran diferencia: las bellotas de la encina cuajan en primavera y caen al siguiente otoño, y muchas bellotas de la coscoja siguen el mismo ritmo pero otras se vuelven tardonas, madurando no al primero otoño sino al segundo. El que los frutos tarden años en madurar es uno de los rasgos más típicos de los árboles tropicales, que en el buen clima de la selva lluviosa pueden permitirse el lujo de dejar que crezcan sus frutos durante un invierno o más, porque a efectos prácticos el invierno apenas se distingue del verano.

Así que las bellotas tardonas de la coscoja nos dan la pista que estábamos buscando: sólo un genuino descendiente de árboles tropicales podría mostrarnos algo así. En eso contrasta vivamente con sus parientes de última generación, los robles, árboles del mismo género que la coscoja (Quercus) pero que han perdido muchos rasgos tropicales para adaptarse al frío de los bosques europeos al norte del mediterráneo. Sus bellotas caen al primer otoño, y además sus hojas ya no son perennes, como las de los árboles tropicales, sino que se han vuelto caducas - el roble las deja morir en otoño y así se evita posibles daños por congelación. Todos estos y muchos más pequeños detalles son las pistas, en apariencia insignificantes, que nos permiten resolver esos misterios que nos brinda la naturaleza con tanta abundancia a poco que la intentamos entender.

Basado en el origen de la flora mediterránea narrado en Thompson (2005) Plant evolution in the Mediterranean (Oxford University Press).

06 noviembre 2010

Gelatina medicinal consume terciopelo violeta

El título de esta entrada no está sacado de ninguna oscura obra surrealista, sino que, por extraño que parezca, se ciñe a la realidad, a una de esas historias increíbles de nuestro monte mediterráneo. Este es el hongo Tremella mesenterica creciendo sobre el tocón de un romero. Más concretamente, lo que vemos aquí equivale a una seta, el cuerpo fructífero con que el hongo fabrica sus esporas. Antes de producir esta gelatina anaranjada, llamada en inglés mantequilla de brujas, el hongo consiste en levaduras, células microscópicas que se desarrollan como un parásito "vampiro", absorbiendo nutrientes directamente de las células de otros hongos de la madera, hongos como el moho violeta llamado Peniophora quercina (pinchad para verlo), común en las ramas muertas de las encinas en esta época del año.

Las levaduras de Tremella que consumen este terciopelo violeta pueden ser de dos sexos distintos, pero sería muy extraño llamarlos macho y hembra, ya que son sólo células. Ambos sexos se atraen mediante sustancias químicas y al unirse dan lugar a una célula-huevo que crece hasta formar esta gelatina dorada. Hace poco se ha descubierto que tiene propiedades anticancerígenas: cuando esta extraña masa se macera en alcohol, el extracto resultante provoca la muerte de las células malignas de ciertos tipos de cáncer de pulmón. ¿Qué otras sorpresas medicinales nos aguardarán entre toda esta biodiversidad ignorada del monte mediterráneo? Y pensar que para muchos todo lo que no sea caza o cultivos debe ser eliminado de la naturaleza...

Basado en estas fuentes:
Chen et al. (2008) Induction of apoptosis in human lung carcinoma A549 epithelial cells with an ethanol extract of Tremella mesenterica. Bioscience 72:1283-1289.
Sakagami et al. (1981) Peptidal sex hormones inducing conjugation tube formation in compatible mating-type cells of Tremella mesenterica. Science 212:1525-1527.

Más sobre el mundo fascinante de los hongos en la guía de Marcel Bon (2005) Hongos de España y de Europa (Omega).

19 octubre 2010

Terciopelo rojo

Vamos adentrándonos en el otoño, y en nuestro monte, sobre la tierra empapada, entre la hojarasca, crecen setas y pululan seres diminutos, como los colémbolos saltarines. Pese a su tamaño minúsculo, los colémbolos no escapan a una de las reglas no escritas para los animales, el comer y ser comido. Igual que los antílopes son cazados por el leopardo y las focas por el oso polar, los colémbolos tienen a su propio gran depredador: el ácaro rojo de terciopelo (arriba). Este arácnido, de aspecto verdaderamente aterciopelado bajo la lupa, que con su color rojo advierte de su posible toxicidad, apenas mide tres milímetros, apenas puede corretear sobre sus largas patas, y su vista es tan mala que necesita tantear su camino constantemente, usando para ello su largo par de patas delanteras como un ciego con dos bastones, pero en su mundo el ácaro rojo ocupa una posición ecológica similar a la de un león o un águila - salvando diferencias tales como que el ácaro también come huevos de insecto. Sin embargo, los animales tan pequeños como este ácaro tienen abiertas muchas más posibilidades que los grandes vertebrados, maneras de vivir que serían imposibles para aves y mamíferos. Lo podemos comprobar una tarde de agosto, cogiendo algunos saltamontes y examinando sus alas. No será raro encontrarlas plagadas de motas rojizas, que a través de la lupa revelarán ser larvas de ácaro, fijadas por la boca a las venas de las alas del saltamontes, alimentándose del fluido que las recorre, la hemolinfa. A su manera, los insectos también albergan "piojos". Cuando esas larvas crecen, después de mucho saltar a bordo de su hospedador, se sueltan y se transforman en el animal del dibujo, similar a una araña escarlata pero con ese aire primitivo de los ácaros. No en vano los ácaros se cuentan entre los primeros animales que se adaptaron a la vida en tierra firme, hace más de 400 millones de años. Mucho tiempo después, la evolución produjo a los saltamontes, y sólo entonces pudieron aparecer, a su vez, los ácaros rojos de terciopelo. Lo caminos de la evolución son largos y tortuosos, pero los de la fauna diminuta pueden ser asombrosamente distintos de los que han seguido los grandes animales.

Más sobre los parásitos de los saltamontes en Faune de France - Ortoptéroïdes (Chopard, 1951), descargable desde el enlace que proporciono en la barra derecha del blog.

12 octubre 2010

Agricultoras por despiste

Los campos manchegos pueden parecen estepas de puro llanos y desolados, una monotonía de viña, cereal y olivo sólo interrumpida por algunas manchas de matorral como la que nos ocupa en este blog. La semejanza con estepas se debe en gran medida a siglos de tala, pastoreo y quema de encinar, lo que ha forjado el nombre de estepas antrópicas para estos territorios. Pero el parecido se extiende más allá del aspecto, hacia la pequeña fauna que los habita, en la que predominan saltamontes y hormigas como en las verdaderas estepas asiáticas, como en las sabanas y praderas. En concreto las hormigas esteparias suelen ser comedoras de semillas, a diferencia de sus parientes de bosque, de gustos no tan especializados. Sobre nuestras hormigas granívoras ya hemos hablado por aquí alguna vez; son las Messor, uno de cuyos hormigueros encabeza esta entrada. La foto muestra una suerte de terraza de tierra suelta, extraída por las hormigas del subsuelo, una tierra rica en minerales en la que muchas hierbas encuentran más fácil germinar y crecer que en la tierra yerma justo al lado. Por eso, en estos días de lluvia, no es extraño dar con estas imágenes en el monte, pequeñas manchas de hierba nacida en torno a los hormigueros como islas de verdor ralo esparcidas por el suelo pardusco. Me hacen pensar que las hormigas, sin querer, inventaron la agricultura mucho antes de que apareciera el ser humano. Porque, aunque comen semillas, aunque pueden destruir una cantidad enorme de futuras plantas, también se les caen algunas por el camino, y sin darse cuenta las expulsan del hormiguero junto con los desperdicios. De este modo, algunas semillas escapan de las mandíbulas de las grandes obreras cabezonas y de paso caen a la tierra mullida y abonada que circunda el hormiguero. Con semejante sustrato, una semilla tiene buenas bazas para crecer alta y dar a su vez muchas semillas, en la misma puerta de la casa de sus cosechadoras, estableciendo así con ellas una extraña relación de mutuo beneficio. Con esta verdadera agricultura involuntaria, a través de sus "terrazas" las Messor llegan a modificar la estructura de especies del pasto, favoreciendo a las plantas que las mantienen. Y sus minúsculos jardines brotan ahora, fruto de los errores de las hormigas al dejarse semillas fuera, pero, desde luego, pocos despistes resultan más productivos para quien los comete. De hecho, si las Messor fueran tan inteligentes y cuidadosas como para no perder ni una sola semilla, seguramente comerían peor, perdiéndose esas semillas bien crecidas en su misma puerta. ¿Quien dijo que en la evolución la inteligencia es siempre una ventaja?

Más sobre la fauna de las estepas en un clásico de la ecología: Animal geography (Hesse, 1943), descargable desde Biodiversity Heritage.

03 octubre 2010

Parecidos razonables (I)

Hasta ahora todavía no he practicado en este blog uno de los pasatiempos favoritos de los naturalistas: buscar casos de convergencia evolutiva, en concreto especies de regiones lejanas que sean similares a alguna especie local, similitud debida a que la evolución ha perfilado a ambas especies del mismo modo, adaptándolas a vivir representando el mismo papel en su comunidad, el mismo nicho ecológico. Bien, nuestros montes son mediterráneos, y el clima mediterráneo, con su vegetación característica, existe también en California, Chile, Sudáfrica y Australia. Dejándonos llevar por el atractivo de lo más lejano, fijémonos en Australia, en los matorrales mediterráneos de su fachada meridional, esa vegetación llamada mallee que encuentra al Sur los confines del océano que bate las costas de la Antártida. Matorrales con plantas de hojas duras, perennes, eucaliptos y melaleucas, arbustos completamente distintos en su linaje al de nuestras carrascas y coscojas, dan cobijo a pájaros que son como primos lejanos de nuestras aves, especies separadas por millones de años de evolución y sin embargo sorprendentemente parecidas, pruebas vivientes de que la evolución produce las mismas soluciones para entornos de idénticas condiciones, aunque estén separados por casi 20.000 kilómetros.

El dibujo representa uno de los pequeños pajarillos del matorral mediterráneo australiano, el llamado mallee emu-wren, o "chochín-emú del mallee" (Stipiturus mallee; pariente de los espectaculares fairy-wren o "chochines-hada"). Un ave diminuta, insectívora, que trajina sin cesar entre las ramas bajas, de pecho vistoso y larguísima y peculiar cola, con 6 plumas desflecadas similares a las del emú, de lo cual viene su nombre. Ahora volvamos a nuestro ecosistema y contemplemos una curruca rabilarga (Sylvia undata). Su tamaño es minúsculo, su pecho no es azul pero sí rojizo, vinoso, llamativo a fin de cuentas comparado con el resto de su librea, y su cola desproporcionadamente larga incluso parece desequilibrarla en sus vuelos de rama en rama en busca de insectos. ¿Cómo explicar todas estas semejanzas? No cabe proponer que se deban al parentesco: nuestra curruca pertenece a la familia Sílvidos, mientras que el emu-wren es un Malúrido, una familia austral muy distinta y desconocida en nuestro hemisferio terrestre. La única respuesta al parecido es la evolución convergente: la selección natural modela a las especies como arcilla hasta esculpir seres similares para ecosistemas similares. En los matorrales mediterráneos se diría que hay un puesto disponible para un pájaro que sea insectívoro, que se mueva por el ramaje, minúsculo, de cola larga y pecho vistoso. Y ya sea en los montes ibéricos o en las antípodas, la evolución parece ser más predecible de lo que podríamos imaginar.

Más sobre las aves mediterráneas australianas en Birds of Australia (Simpson & Day, 2007).

25 septiembre 2010

Frutos de seis patas

Al entrar el otoño, millares de pajarillos cruzan por el matorral mediterráneo en busca de tierras menos frías, y en su camino ya vimos cómo picotean y tragan infinidad de frutos que los arbustos del monte producen por estas fechas. Estos frutos han evolucionado para ser comidos, para que así los pájaros, al expulsar la semilla en sus excrementos, dispersen a la futura planta, alejándola así de las raíces y el sombraje de su planta progenitora, que podrían perjudicar su crecimiento. Por eso los frutos del espino albar (imagen de fondo), del jazmín, del torvisco, del espino negro, de la esparraguera y de tantos otros matorrales son fáciles de ver para los pájaros, son vistosos, de llamativo rojo o negro, jugosos, apetecibles, diseñados por la evolución para tentar el apetito de quienes en breve habrán de afrontar los rigores del invierno con buenas reservas de energía.

Pero los frutos se enfrentan con un problema: si son demasiado apetitosos, demasiado fáciles de digerir, entonces los microbios que siempre hay por la superficie de las plantas seguramente los consumirían antes incluso de que tuvieran opción de consumar su destino siendo comidos por un pájaro, o quizás los comerían otros animales que no los dispersarían. Quizá es para evitar esto por lo que muchos frutillos, como los del torvisco, se protegen fabricando sustancias tóxicas, venenos que sus aliados alados pueden detoxificar sin problemas. Por esto, no sería raro que los pajarillos que ahora engullen frutos sin cesar fuesen especialmente resistentes frente a las toxinas de todo tipo, incluidas... las de los insectos venenosos. Estos insectos, como el chinche de campo Eurydema ornata (dibujo), resultan muy llamativos por sus vivos colores, que como un semáforo están señalando a las aves insectívoras que no son plato de gusto, que si los comen pueden tener serias indigestiones. Todavía quedan entre las hierbas altas muchos de estos chinches de campo y otros insectos del estilo, de los que avisan con sus colores (aposematismo). Y sin duda ese color, que pretende ser una advertencia, es para los pajarillos frugívoros un anuncio, acostumbrados como están a comer frutos rojos, negros... ¿Qué pueden perder estas aves si comen alguno de estos "frutos de seis patas"? Siendo como son, inusualmente resistentes a las toxinas, por su dieta de frutos, no es extraño que pájaros como la curruca capirotada (en el dibujo, un macho) coman muchos más insectos tóxicos, aposemáticos, que los pájaros menos frugívoros, como el carbonero.

Así, por una curiosa casualidad de la evolución, la presencia en la Región Mediterránea de arbustos de fruto carnoso, herederos de antiguos linajes tropicales, supone una amenaza para los insectos aposemáticos, un riesgo que se materializa en el acto de predación por parte de las pequeñas aves frugívoras. Sin embargo, es la savia de estas mismas plantas la que puede alimentar a estos insectos, como Eurydema, lo cual convierte a los arbustos en máximos benefactores para los pájaros: no sólo les dan refugio, y frutos, sino también calorías en forma de insectos... aunque éstos sean venenosos, lo que al parecer no importa mucho a nuestra ahora casi ubicua curruca capirotada.

Esta refrescante idea sobre la ecología evolutiva de plantas, aves e insectos mediterráneos se le ocurrió hace ya tiempo a Carlos M. Herrera, autor del último artículo enlazado en el post, en el cual se basa toda esta historia.

18 septiembre 2010

Náufragos y refugiados

Otro año más llegó la gota fría, esa época de tormentas nacida del brusco encuentro entre el aire frío del Norte y el cálido remanente del verano mediterráneo. Y aunque estas lluvias pueden ser catastróficas, lo cierto es que cada otoño cargan estas tierras de futuro para numerosas especies. En nuestro ecosistema, ahora mismo, mientras las gotas impactan contra el suelo reseco, se despierta de su letargo estival lo que yo llamo la fauna de las tempestades: el milpiés Ommatoiulus, las cochinillas de la humedad Porcellio, y los colémbolos, Dilta, los arqueognatos, los verdes sapos corredores y los pardos sapos comunes (dibujo), entre otros. Animales que son como náufragos pero al revés, porque logran sobrevivir al verano en refugios húmedos, eludiendo la sequía, o para ellos la muerte, siempre entre las rocas, en la hojarasca umbría, a veces verdaderamente enterrados en vida para poder mantenerse con ella.

Y cuando contemplamos cómo estos animales encajan en el árbol de la vida de la evolución, un hecho insólito se nos revela: que entre la fauna de las tempestades hay muchos de los linajes más primitivos de animales terrestres. Así, colémbolos, Dilta y arqueognatos se cuentan entre lo que llamaríamos los insectos más antiguos del planeta, los más cercanos a los crustáceos de agua dulce de los que descendió la estirpe de los insectos. También los miriápodos resultan antiquísimos, y los sapos nos recuerdan que fueron los anfibios los primeros vertebrados en salir del agua. ¿Por qué estos pioneros de la tierra firme dependen de la humedad para vivir? Simplemente porque la evolución sucede por pasos graduales: los primeros animales terrestres descendían de animales acuáticos, por lo cual se parecían a ellos y todavía necesitaban permanecer cerca del agua. Recién emancipados del líquido elemento, incapaces de sobrevivir en plena aridez, requerían mucha humedad para vivir. Más tarde, sus descendientes, erguidos a hombros de estos gigantes colonizadores, desarrollaron adaptaciones que ya sí les permitieron tolerar un entorno seco, y así se rompió el estrecho lazo con la humedad; eran los reptiles y la mayoría de los insectos. Y aún hoy, millones de años después, la fauna de las tempestades en nuestro pequeño y seco monte mediterráneo es como el recuerdo lejano de aquella época remota en que la biosfera producía los primeros animales terrestres. Porque, como nuestra propia memoria, como las ciudades o la sociedad, los ecosistemas están hechos de piezas de distintas edades, especies que son el testimonio viviente del largo y azaroso camino de la evolución en este planeta.

06 septiembre 2010

El viejo muro

El viejo muro se alza frente a las encinas como si fuera una excrecencia natural del paisaje. Para los animales más pequeños, esta robusta tapia es como un gran acantilado, como una extraña ciudad vertical de ruinas de roca y barro que oculta habitantes insólitos. Junto a las destartaladas telas de la araña zanquilarga Holocnemus se abren en las grietas los embudos de seda de las arañas Segestria, orlados de los restos exangües de sus presas (hormigas, avispas, mantis-perla...), como una siniestra advertencia que sus futuras víctimas nunca podrán comprender. Cerca de allí aparecen decenas de tallitos huecos adheridos a la pared; son los nidos de las diminutas abejas metálicas Ceratina. Los parasitan algunas avispas delgadísimas que cruzarán una y mil veces junto a los avisperos de papel de las Polistes, o ante los nidos de cemento natural de las abejas albañil.

De trecho en trecho, una jarrita de barro atestigua que aquí hay avispas alfareras. La más corriente es la menor, la pequeña Eumenes coarctatus, que construye su cántaro a base de pellas de barro humedecido por las tormentas, y más tarde aprovisiona la vasija con pequeñas orugas paralizadas, que servirán de alimento vivo a su voraz larva cuando el nido ya esté sellado. Lo mismo hace la mayor de nuestras alfareras, la avispa Delta unguiculata (dibujo), que caza las mayores orugas entre la hierba medio seca que aún verdea en las umbrías. Si nos fijamos, notaremos algo curioso: los nidos de avispas alfareras están situados siempre en la cara Este del muro, mientras que las abejas albañil los ubican por ambas caras. ¿Por qué esta asimetría? Podemos averiguar la respuesta con un nido viejo de avispa alfarera: unas gotas de agua bastan para empezar a deshacer la estructura, que sólo es barro seco, mientras que un nido de abeja albañil es de barro cementado con la saliva del propio insecto y resiste perfectamente las inclemencias de la lluvia. Dado que aquí las lluvias entran casi siempre desde el Oeste, las avispas alfareras evitan sabiamente la ruina de sus nidos rehuyendo este lado. No sólo son consumadas maestras de la artesanía del barro, sino que tienen un conocimiento innato de dónde deben construir sus obras, como ya notó Fabre hace más de un siglo.

Con toda esta fauna, en estos días de fin de verano los viejos muros pasan a ser auténticos focos de biodiversidad de invertebrados en el monte mediterráneo. Además, al dar cobijo a muchos pequeños predadores, como las arañas y avispas, los muros abandonados ayudan a controlar posibles plagas de orugas y otros insectos. Ante tanto valor ecológico, ¿qué acierto hay en eliminar estos silenciosos testigos de la cultura rural?

30 agosto 2010

Primer año de este cuaderno

Cumple el blog su primer año en este final de agosto, y la verdad es que en este tiempo ha sido una gozada el dar a conocer desde aquí algo de la vida fascinante de este monte mediterráneo (en la foto, una vista del borde Noroeste) tan pequeño como grande en diversidad, que no es sino la de uno de tantos rincones desprotegidos en la Península Ibérica. Y este primer cumpleaños es un día tan bueno como cualquier otro para echar la vista atrás y sintetizar un poco. ¿Qué se puede aprender de este primer ciclo anual que hemos seguido en nuestro ecosistema?

Comenzamos el blog con el final del verano, cuando los meses de calor y sequía tenían en jaque a las plantas y animales del lugar, que, más parecido a un desierto que nunca, se despertó de su tórrido letargo con las lluvias y el fresco de septiembre. Mientras las aves del Norte cruzaban hacia sus cuarteles de invierno, picoteando frutos en los matorrales, brotaban en el suelo muchas hierbas, se abrieron las últimas flores (que eran las primeras) y la vida minúscula de los invertebrados se reactivó bajo las rocas, mientras en las encinas una plétora de habitantes se afanaba aprovechando las rechonchas bellotas de una otoñada inusualmente cálida. Pero los buenos tiempos del otoño son efímeros, y con el frío y las primeras heladas la vida entró en un gélido torpor del que sólo pueden librarse los animales de sangre caliente, las aves y mamíferos, los únicos capaces de mantenerse activos entre el hielo y la nieve. Al avanzar el invierno, diezmados ya los pequeños pájaros del Norte por la carestía de alimento y el frío, regresó al ecosistema la extraña quietud de los desiertos, acompañada esta vez de una cantidad enorme de lluvias, como jamás se había visto en décadas. Y sin embargo, un año más, una planta diminuta abrió sus flores al final del invierno, nos mostró el triunfo de la vida sobre las adversidades, y los romeros y almendros florecieron. Mientras el pasto se llenaba de plantas en flor a cual más insólita, de insectos, reptiles y mamíferos, alcanzamos el efímero esplendor de la primavera mediterránea, un espectáculo sujeto a tremendos vaivenes meteorológicos, como las oleadas de frío que vinieron en mayo y junio. Pero finalmente la sequía estival se abatió sobre el pasto y comenzó el último acto del ciclo, un verano en que el Sol puso a prueba una vez más la resistencia de los seres vivos. El campo se llenó de insectos tropicales, como las cigarras y saltamontes, la presencia de aves africanas se hizo más llamativa, y poco a poco todas estas especies propias del Sur llegaron al final del drama de este año en el ecosistema, y retornó esa quietud que no es sino el preludio de un nuevo ciclo.

Así es como las estaciones cambian radicalmente la vida en el monte mediterráneo, donde la mayor parte del año se diría que es una dura prueba de supervivencia, ya sea por frío, o por calor y sequía. Al cabo de los doce meses, apenas hay cuatro en los que la vida pueda prosperar sin heladas y con agua en el suelo. Un breve tiempo que, sin embargo, es suficiente para hacer de estos ecosistemas verdaderos hervideros de biodiversidad. Y entre toda la variedad de especies, historias y procesos, cada uno tiene sus preferencias. ¿Y las vuestras, cuáles son? ¿Qué entrada destacaríais de todas las de este primer año, si es que preferís alguna en especial? ¿Que por qué os lo pregunto? Simple curiosidad, porque también nosotros formamos parte de los ecosistemas.

23 agosto 2010

No son la élite

Siguen los días del regreso a los trópicos, y otro año más cruzan por nuestro monte algunos papamoscas grises (Muscicapa striata, arriba). Pero no debe de gustarles mucho la travesía, porque prefieren vivir en sitios mucho más frescos y umbrosos, en los escasos bosques de ribera que aún se mantienen junto a los ríos de La Mancha. Lo mismo cabe decir de otras aves de paso frecuentes en estos días, como los zarceros comunes, los autillos, y las oropéndolas que nos ocupaban la semana pasada. Otros nómadas son más bien propios de roquedos, naturales o artificiales (pueblos), como los vencejos y las golondrinas. El caso es que casi todas las aves que cruzan esporádicamente por nuestro ecosistema prefieren para vivir un hábitat distinto al seco matorral mediterráneo. Esto es fácil de entender: las aves de paso han de pertenecer mayoritariamente a hábitats diferentes al matorral mediterráneo sencillamente porque en nuestro ecosistema reside casi toda la avifauna de los matorrales bajos de esta región. Y esta observación, que parece tan sencilla, esconde una gran verdad sobre el funcionamiento de la naturaleza.

Vayamos por partes. Según los libros de texto de ecología, una comunidad cualquiera, por ejemplo, de pájaros, se compone de especies que desempeñan determinados "papeles" en la economía del ecosistema, papeles que se suelen llamar nichos ecológicos (por ejemplo, gran carnívoro, carnívoro mediano, carnívoro pequeño...). La ecología clásica nos dice que por cada nicho debemos esperar una sola especie en la comunidad. No puede haber más especies que nichos, porque si dos especies intentaran ocupar el mismo nicho, competirían una con otra hasta que sólo quedara una. En esta visión, la comunidad de pájaros vendría a ser como un club selecto donde sólo se admite a las especies más competitivas.

Sin embargo, esta visión clásica no cuadra bien con la realidad. Si fuera cierta, habría un límite para la cantidad de especies en las comunidades: el número de nichos disponibles. Pero la realidad es que se observa justo lo contrario: la mayoría de los paisajes no parecen estar limitados de ninguna manera en su número de especies. Pongamos por caso nuestro monte. ¿Qué clase de club selecto va a ser, si prácticamente viven en él todas las aves típicas del matorral bajo en la región? Si la competencia fuera tan importante, algunas de esas aves habrían quedado excluidas por las especies más competitivas. Como no hay indicios de que esto suceda, la comunidad de aves se parece más bien a un local de aforo ilimitado que a un club selecto. Y si el aforo ilimitado para las especies es la regla general en los paisajes, como parece serlo, entonces llevamos décadas dando a la competencia un papel exagerado en las comunidades naturales...

Los más interesados en este tema, ¡atentos al artículo clásico del tercer enlace!

18 agosto 2010

Partida hacia el trópico

Hace millones de años, los pájaros criaban en el Sur de Europa y viajaban al Norte de África para pasar un invierno más benigno. Pero el clima se fue tornando cada vez más estacional, más seco. El desierto del Sahara comenzó a formarse, aunque, como aún era pequeño, los pájaros podían cruzarlo para alcanzar sus territorios de invernada. Cuando se hizo mayor siguieron surcándolo porque la ruta estaba ya fijada generación tras generación y era difícil cambiarla. Ahora es el desierto más grande del mundo, y atravesarlo supone una de las travesías más extremas que pueda afrontar animal alguno. Precisamente en estos días es cuando muchas aves se dirigen hacia esta durísima prueba, hacia las dunas y los regs, para alcanzar las llanuras arboladas del África tropical. Innumerables pájaros de toda Europa cruzan la Península Ibérica entre finales de agosto y durante septiembre, en lo que constituye uno de los pasos migratorios más llamativos del Viejo Mundo.

Entre las aves que regresan en busca de los benignos inviernos africanos se cuentan algunas especies de colorido espectacular, pájaros de linajes tropicales que cuentan con pocos representantes en el Sur de Europa. Llegaron en primavera para reproducirse, atraídos por la abundancia de insectos que caracteriza el estío de este peculiar clima nuestro, casi subtropical, que llamamos mediterráneo. Pero en nuestro ecosistema los insectos ahora declinan, al estar ya muy avanzada la estación seca. Para las aves africanas es el momento de partir.

Las oropéndolas (Oriolus oriolus, arriba, un macho), la única especie europea de una familia eminentemente tropical, hasta ahora han estado ocupadas en sus alamedas y demás bosques de ribera, pero ya se ven cruzar entre las encinas del monte, marchando siempre hacia el Sur. Les siguen las golondrinas, algunos vencejos, los alcaudones comunes, collalbas rubias, abejarucos, abubillas, carracas... Aves todas ellas básicamente insectívoras. Pronto llegarán nuevos visitantes, esta vez dispuestos a pasar el invierno, pero vendrán no a comer insectos sino frutos y semillas. Esto nos revela un punto clave de la ecología del matorral mediterráneo: las estaciones son tan marcadas que hay dos platos fuertes bien distintos para los pájaros: insectos en primavera-verano y frutos en otoño-invierno. Y cuando el plato fuerte se agota, gracias al vuelo las aves pueden buscarlo en otro "restaurante" lejano que lo ofrezca... llámese, por ejemplo, la sabana.

08 agosto 2010

Ante un diablo

Aquel mediodía de verano, bajo un Sol implacable, regresaba yo hacia el coche después de una larga mañana de campo cuando de repente noté algo extraño, como un silencio excesivo y una inquietud sin nombre a mi alrededor. Empecé a oir una especie de zumbido hecho de viento, un rumor que crecía a cada instante delante de mi, que pronto fue como el fragor del aire tras una explosión, y miré por todas partes pero no había nada, cuando de pronto, a la vuelta de unas encinas, apareció algo como esto, un enorme remolino de polvo, una columna de aire que se retorcía rabiosamente, levantando la tierra y la hojarasca. Mientras avanzaba hacia mi, el vendabal del torbellino se volvió casi un estruendo, mi ropa casi parecía querer salir volando, pero entonces, súbitamente, el vórtice perdió fuerza y se desvaneció sobre los matorrales. Todo quedó como si nada hubiera sucedido.

En el Sudoeste de Estados Unidos llaman a estos remolinos de polvo dust devil, "diablo de polvo", y también "diablo que baila", dancing devil. Los indios Navajos creían que estos torbellinos eran espíritus de sus antepasados, que tomaban forma en las soledades del desierto. Creían que, si el aire del tobellino gira en el sentido de las agujas del reloj, es un buen espíritu, pero de lo contrario es maligno. En los desiertos de Oriente Medio estos remolinos pueden crecer hasta cientos de metros de altura, y los llaman djin, que significa “genio” o “demonio”. Leyendas aparte, los remolinos de polvo se forman cuando una masa de aire recalentado sobre el suelo asciende rápidamente a través de una pequeña bolsa de aire más fresco, formando una columna de aire que gira y avanza. Durante los pocos segundos o minutos que duran, no es raro que estos fenómenos generen vientos de 70 km/h o más. Al girar el polvo, se carga de electricidad estática y produce un campo eléctrico de hasta 10.000 voltios por metro, acompañado de un campo magnético oscilante que provoca ruidos en la señal de radio.

Después de ese día no se me olvida que en los páramos manchegos el aire a veces parece cobrar vida propia. Y eso sí, la próxima vez que se me aparezca uno de estos torbellinos miraré en qué dirección gira, todo sea por averiguar qué clase de "espíritus" alberga nuestro ecosistema...

Más sobre diablos de polvo aquí, de donde proceden los datos que comento.

31 julio 2010

El beso de la muerte

Avanza el verano y cada mañana, cuando comienza a apretar el calor, las escasas flores que ahora se abren en el monte mediterráneo se llenan de visitantes deseosos de libar. Es el tiempo de numerosas especies de abejas solitarias, que se afanan en las flores del cardo corredor, de los ajos silvestres y las espuelas de caballero. Junto a estas abejas encontramos toda una fantástica variedad de avispas cazadoras y parásitas, como la que muestra este dibujo, la Leucospis, una de las mayores avispas calcídidas. Este grupo de avispas suele desarrollarse consumiendo a otros insectos, y Leucospis gigas no es una excepción en esto pero sí por su insólita víctima, porque esta avispa se las ingenia para poner sus huevos dentro de un verdadero búnquer, el nido más fortificado de cuantos hay en el matorral mediterráneo, el de la abeja albañil, la Chalicodoma.

Las Chalicodoma, de distintas especies, son abejas solitarias que construyen nidos sobre las rocas o en las ramas, usando una especie de cemento durísimo que fabrican amasando el polvo de la tierra con su propia saliva, añadiendo alguna piedrecita bien encajada para reforzar esta argamasa. Cada abeja hembra prepara varias celdas hechas de este mortero, y en cada una almacena miel y pone un huevo flotante, tras lo cual procede a sellar totalmente la jarrita y comienza con otra. Terminadas todas las celdas, la abeja cubre todo el nido con una gruesa capa de mortero, y os aseguro que la estructura final tiene al menos la misma dureza que un trozo de cemento. Es en esta fortaleza de sólidos muros donde la Leucospis ha de poner su huevo. ¿Cómo logra semejante hazaña?

Lo consigue utilizando un arma secreta: cuando se posa en el nido de la abeja albañil, la Leucospis despliega una especie de larguísima "cola" que lleva plegada sobre el dorso y cuya base está enrollada bajo el abdomen. Es su ovipositor, un filamento negro, tan fino como un pelo, con cuya punta pone los huevos. La avispa lo puede mover a voluntad, y lo dirige en vertical hacia el muro del nido. Utilizándolo como un taladro, la Leucospis va perforando lentamente el cemento, tan despacio que parece que no está haciendo nada, pero al cabo de aproximadamente una hora alcanza el interior de una celda de abeja, y entonces inyecta un huevo e inmediatamente extrae toda su maquinaria de sondeo, sin dejar apenas señal alguna en la superficie del nido. Dentro de la celda, del huevo nace una larva con forma de gusano, que rápidamente se agarra a la crecida larva de abeja. Como una especie de vampiro, la larva de Leucospis crece a costa de succionar los fluidos de la larva de abeja, pero lo hace sin herirla en ningún momento, simplemente sorbiendo a través de la húmeda piel, haciendo ventosa con la boca. Este siniestro beso termina invariablemente con la larva de abeja marchita y muerta, y entonces la larva de Leucospis queda como única ocupante de la oscura celda. Pasará el invierno dentro, soportando temperaturas bajo cero, y en el siguiente verano emergerá de los muros en que ha nacido, lista para reanudar un año más la extraña historia de su especie. Así viven estas avispas, uno de tantos letales visitantes de nido en el mundo de las abejas mediterráneas.

Más sobre la Leucospis y la abeja albañil en los Souvenirs Entomologiques de Fabre.
Y para conocer mejor a nuestras Leucospis, aquí tenemos esta clave.

20 julio 2010

En busca del agua

En las mañanas de los días más calurosos del año, cuando el aire aún conserva el frescor de la noche, un coro de ásperas llamadas que se pierden en el cielo, sobre los eriales, nos avisa de que las gangas van a beber. Las gangas, tan propias de las estepas y desiertos del Viejo Mundo, prosperan en el páramo del Campo de Montiel, donde habitan las dos especies presentes en Europa: la ganga ortega (Pterocles orientalis) y la ganga ibérica (Pterocles alchata), que aquí se muestra en vuelo, con su silueta como de paloma de alas y cola afiladas, y el hermoso plumaje del macho, delante, contrastando con la librea más discreta de la hembra, que lo sigue. ¿Cómo logran estos pájaros no sólo sobrevivir al calor aplastante del verano manchego, sino incluso sacar adelante en plena canícula a sus pollos? Hay tres hechos que nos ayudan a comprenderlo.

En primer lugar, las gangas ibéricas soportan mejor las altas temperaturas porque su cuerpo, al funcionar, genera poco calor para ser un pájaro de unos 300 g, lo cual se debe a que necesitan relativamente poca energía - en concreto, la ganga gasta como un tercio menos de calorías respecto a lo que sería de esperar por su peso. Si consultáis el enlace anterior y hacéis algunos números, es curioso pensar que un animal tan soberbio como este vertebrado necesite para sobrevivir apenas 1,2 vatios, mucho menos que una bombilla de bajo consumo - que también se calienta menos que una bombilla normal.

Además de calentarse poco, las gangas beben asiduamente. Con el fresco de la mañana, las hembras alzan el vuelo y se dirigen hacia los bebederos; muchas van a la cola del Embalse de Vallehermoso, a unos 12 km de distancia a vuelo de pájaro. Por el camino lanzan al aire su reclamo, que es como un "cáa, cáa" más propio de una gaviota que de un ave tan parecida a una paloma. Atraídas por los reclamos de sus compañeras, las gangas se van reuniendo y terminan formando bandos numerosos, para descender finalmente al bebedero, tras asegurarse de que no hay peligro. En pocos segundos beben hasta un 15% de su peso y se marchan silenciosas; a su regreso llega el turno de los machos. Si la pareja de gangas tiene ya pollos nacidos, el macho, antes de emprender el vuelo, restriega contra la tierra las plumas de la pechuga, desordenándolas en todas direcciones y preparándose así para jugar la tercera y más extraordinaria baza de las gangas contra el calor.

Al llegar al bebedero, el padre ganga remojará bien las plumas del pecho, empapándolas de agua a conciencia, cosa que se ve facilitada porque esas plumas son muy absorbentes, por su peculiar estructura. Cuando el macho vuelva con sus pollos, éstos rápidamente acudirán a pasarle el pico por las plumas cargadas de agua, sorbiendo así una pequeña pero valiosísima cantidad de líquido que les ayudará a sobrellevar las largas horas bajo un sol que pone el aire a casi 40º un día tras otro, y que calienta el suelo hasta los 60º C. Si tuviéramos que aguantar esas condiciones en campo abierto pronto nos abatiría la insolación, y al final sucumbiríamos deshidratados, en el mismo tórrido erial en que las gangas prefieren vivir.

Marchant (1962) comprobó cómo beben así los pollos de ganga ibérica, y Ferguson-Lees (1969) da más información sobre horarios y costumbres en los bebederos.

08 julio 2010

La cazadora de la tarántula

En nuestro matorral mediterráneo, la hierba dorada por el Sol contrasta ahora con el verde de las cercanas viñas, y un sofocante calor sahariano se abate cada día sobre todos los habitantes del ecosistema casi desde el mismo amanecer. Las aves buscan refugio en la sombra fresca de las encinas, y únicamente las menores, como las currucas, mantienen cierta actividad al sobrepasarse los 30ºC - al igual que los niños, los pájaros parecen tener tanto menos calor cuanto más pequeños son. Las horas tórridas del mediodía pertenecen no ya si quiera a los reptiles, sino a insectos de linajes tropicales. Es el caso de los saltamontes, cuya máxima biodiversidad se da hacia los trópicos, y también de las hormigas león, de las cigarras y las avispas cazadoras. Muchas de estas avispas solitarias patrullan ya en busca de presas bajo el Sol: las pequeñas Tachytes, que capturan saltamontes, el lobo de las abejas, que las caza en vuelo, y las grandes Sphex de alas doradas, o las delgadísimas Prionyx, las veloces Bembix... Aunque cacen distintas presas, todas estas avispas hacen fundamentalmente lo mismo: buscar una víctima, paralizarla con el aguijón, ocultarla en un agujero y ponerle un huevo, del que saldrá una larva que devora viva a la desdichada e inmóvil presa.

De todas las historias fascinantes que podríamos contar aquí sobre estos hermosos insectos, fijémonos hoy en la más temeraria de todas nuestras avispas cazadoras, la que se enfrenta a la presa más formidable, una víctima que en principio es totalmente capaz de dar muerte a su cazador con tanta eficacia como éste a ella misma. Es la avispa Cryptocheilus rubellus, la cazadora de tarántulas. Una sola vez en 12 años he cruzado mi camino con el de uno de estos avispones impresionantes, pero son tan raros que aún puedo considerarme afortunado. Todo en su cuerpo rojizo como el cobre delata que la evolución la ha esculpido para vencer a un durísimo contrincante, desde sus patas largas, robustas y veloces, pasando por su coraza refulgente bajo el Sol como metal bruñido, hasta su robusto tórax, que alberga los potentes músculos de unas alas doradas, oscuras, como ahumadas hacia el ápice.

Cada verano, una nueva generación de estas avispas cazadoras de tarántulas ve la luz del Sol para reanudar la historia de su especie, una de las más extrañas que pueda imaginarse para un insecto. Porque, después de aparearse, una Cryptocheilus fecundada dedicará todo su esfuerzo a localizar la guarida de una tarántula, ese brocal de seda que orla un agujero circular en el suelo delatando el cubil de la mayor araña de Europa. La tarántula mediterránea, Lycosa tarentula, dará que hablar en este blog próximamente, pero de momento basta con saber que puede superar los 6 cm de envergadura y que su mordedura arrebata la vida incluso a pequeños pájaros. Una vez localizada la madriguera de la tarántula, la Cryptocheilus se ofrece a sí misma como cebo, provocando a la gran araña a base de asomarse repetidamente al interior del agujero, hasta que logra hacerla salir un tanto, y entonces, en pocos segundos, la avispa se las ingenia para esquivar cualquier ataque de la tarántula y terminar clavándole el aguijón nada menos que justo entre los colmillos venenosos que flanquean la boca del pequeño monstruo, uno de sus pocos puntos vulnerables. Y aunque parezca increíble, al pararecer jamás se ha visto que la avispa termine entre las fauces de la araña. Tras la picadura de la avispa, la tarántula queda paralizada casi al instante, y entonces su vencedora la arrastra para ponerle el huevo, tal y como se muestra en la imagen.

Cryptocheilus rubellus es la mayor avispa cazadora de arañas de Europa, pero en nuestros montes hay muchas más especies dentro de su familia, los Pompílidos. ¿Qué extraña cadena de casualidades hizo de las avispas de esta familia los más consumados enemigos de los depredadores venenosos más comunes en la naturaleza? Los caminos de la evolución son caprichosos, pero eso nos ha dado especies tan fascinantes como nuestra cazadora de tarántulas, que nos demuestra que la vida en nuestros campos yermos no deja de albergar sorpresas incluso en plena ola de calor sahariano.

Más sobre Cryptocheilus y tarántulas en los Souvenirs Entomologiques de Jean Henri Fabre, de los cuales podéis bajar gratis algunas ediciones traducidas al inglés desde el enlace que proporciono a la derecha.

24 junio 2010

La verdadera historia de la cigarra y la hormiga

El canto de las cigarras es una señal infalible de que llegó el verano a los campos mediterráneos. Estos insectos, parientes cercanos de los pulgones, son mayoritariamente tropicales, pero algunas especies viven en el Sur de Europa, quizá como reliquias del pasado subtropical de este continente. Las cigarras cantan haciendo vibrar unas membranas (timbales) que tienen bajo el abdomen, y hay tantos cantos como especies, desde el chirrido desquiciante y sostenido de Tibicina tomentosa, pasando por el familiar chicharreo de la abundantísima Cicada orni (imagen), tan común en los olivares, hasta el canto estilo saltamontes de la pequeña Cicadetta tibialis - las tres especies principales de nuestro ecosistema.

Como es natural, unos insectos tan sonoros y tan robustos no pasan inadvertidos, aunque se camuflen muy bien, y hay numerosas referencias a las cigarras en muchas culturas - en algunas incluso se consideran... ¡un manjar! Por ejemplo, la cigarra es un símbolo de la parte mediterránea de Francia (la Provenza), y en un mito de la antigua Grecia se dice que el troyano Titono fue transformado por los dioses en cigarra. Pero si preguntamos a los niños por estos insectos seguramente nos contarán alguna versión de la fábula de Esopo: después de pasarse la cigarra todo el verano cantando despreocupada y disfrutando de la vida, mientras la hormiga trabajaba incansable almacenando provisiones para el invierno, llegó el frío y entonces la cigarra se acercó al hormiguero a mendigar algo para mantenerse viva, pero solamente recibió la regañina de la hormiga y una moraleja en pro de la previsión y el trabajo duro. En este caso, ¡qué lejos está la fábula de la realidad!

En la naturaleza, las cigarras pasan sus días plácidamente al Sol, cantando mientras succionan savia de las ramas leñosas de los árboles, a menudo de las encinas o de los olivos. Tienen un impresionante "pico" con el que pueden taladrar literalmente la madera hasta llegar a los vasos conductores de savia elaborada, de la cual se alimentan como gigantescos pulgones. Pero a menudo la savia rezuma por los bordes del agujero en el que la cigarra ha hundido su "pico", y eso no pasa desapercibido a las hormigas que recorren las ramas siempre atentas a cualquier cosa comestible o bebible. Las hormigas comienzan a reunirse en torno a la cigarra, deseosas por sorber si quiera una gota del azucarado líquido que hace surtir lo que para ellas es un insecto colosal y virtualmente inatacable. Se arremolinan, trepan sobre la cigarra, le intentan mover las patas para acceder a la savia, y la molestan tanto que al final seguramente acabará marchándose de un vuelo y buscando otra rama en donde practicar otro sondeo. De manera que toda la fábula está al revés: las hormigas en realidad hacen de mendigos aprovechados, y el trabajador duro y legítimo es la cigarra.

Todo esto nos lo cuenta Jean Henri Fabre en el capítulo que dedicó a la cigarra, dentro de su serie Souvenirs Entomologiques. En él nos narra cómo este insecto es en su juventud una larva de patas excavadoras que horada la tierra en busca de raíces de las que succionar savia. Después de largos años, un buen verano esa larva decide por fin emerger al mundo exterior, donde se transformará en una cigarra adulta cuya vida apenas durará un mes. La "piel" de la larva, vacía tras salir de ella la cigarra, a veces se encuentra en los troncos de los olivos, con el aspecto que muestra la figura de abajo en la imagen. Como concluye Fabre (traduzco), "Durante cuatro años ha excavado la tierra con sus patas, ¡y luego de repente está arreglada con una librea exquisita, provista de alas que rivalizan con las de los pájaros, y bañada en calor y luz! ¿Qué timbales pueden sonar lo bastante alto para celebrar su felicidad, tan duramente ganada, y tan, tan corta?".

Ilustración de Detmold para Fabre's Book of Insects, en la edición de 1921 de Hodder and Stoughton (Londres). Podéis descargar el libro en pdf gratis desde el enlace que proporciono a la derecha para la librería virtual.

15 junio 2010

El turno de noche del chotacabras

Hubo un tiempo remoto en que Europa era un continente cálido, subtropical, con junglas de árboles semejantes a laureles y, en los terrenos más secos y hostiles, arbustos de hojas duras. Este mundo desapareció hace pocos millones de años, al enfriarse el clima, pero en el Sur de Europa todavía dominan el paisaje los descendientes de aquella vegetación de hojas coriáceas: encinas, coscojas, olivos, lentiscos... Y junto a ellos quedaron algunas reliquias de la fauna subtropical, como presumiblemente es el caso del ave que encabeza esta entrada, el ahora famoso chotacabras pardo (Caprimulgus ruficollis), alias engañapastor o zumaya - "chotacabras" porque se creía que mamaba de las cabras (???), y "engañapastor"... suponemos que aludiendo al pastor sintiéndose burlado por este imaginario ladrón nocturno de leche.

La vida de este pariente de búhos y lechuzas, que cruza el Sáhara en primavera para pasar el verano en nuestra región, no desmerece a sus extraños nombres: se dedica a la difícil labor de cazar insectos al vuelo en plena noche, ayudado, se dice, de los "bigotes" que rodean su boca, cada uno consistente en una pluma tan modificada que parece un pelo. Al capturar insectos en el aire, curiosamente el chotacabras desempeña el mismo papel que el vencejo (Apus apus), pero vencejos y chotacabras están separados totalmente por sus horarios. En nuestro ecosistema, la pareja de chotacabras pasa el día echada sobre el suelo, adormilada entre unos romeros e invisible con su plumaje abigarrado, y alza el vuelo ya con las primeras estrellas, cuando hace ya tiempo que los vencejos terminaron su jornada. Nuestro par de engañapastores, durante el turno de noche, seguramente da cuenta de especies de insectos muy distintas de las que comen los vencejos durante el día. Así que, a efectos prácticos, aunque zumayas y vencejos coexistan en el mismo lugar y se alimenten en el aire y del mismo tipo de presas, en realidad viven separados casi por completo. Este tipo de separaciones entre especies que explotan un mismo recurso constituye una de las maneras en que están organizadas las especies de una comunidad.

¿Qué sucedería si vencejos y chotacabras tuvieran el mismo horario? Entonces seguramente cazarían las mismas especies de insectos, y entrarían en competencia. Eso perjudicaría a las dos especies, e incluso podría ser que la especie más eficaz y frugal dejara casi sin comida a la otra, llevándola hacia la extinción. En fin, problemas, a fin de cuentas, que ambas especies evitan repartiéndose el día y la noche en sus cazaderos. Porque en la naturaleza tan importante como la lucha por la existencia resulta precisamente el evitarla... cuando es posible.

08 junio 2010

La estación seca y la planta nocturna

Coincidiendo con los primeros grandes calores, llega a la Región Mediterránea la estación seca, la sequía estival que distingue a nuestro clima del de las regiones boreales. No tendría por qué coincidir el verano con la sequía - en las sabanas del Serengeti, por ejemplo, la estación seca se da en invierno -, pero así ocurre por aquí, gracias al anticiclón de las Azores, desde hace ya unos 4 millones de años, desde que el Sur de Europa dejó de ser una tierra de clima subtropical. ¿Sucedería este cambio climático a causa de la unión entre América del Norte y del Sur? Parece ser que, al formarse el istmo de Panamá por erupciones volcánicas, las corrientes marinas se reorganizaron y pasaron a transportar agua cálida hacia el hemisferio Norte, un agua que alteró las temperaturas. ¿Nació así el clima mediterráneo? Quién sabe...

Volviendo al día de hoy, la estación seca supone para los seres vivos dos hostilidades combinadas: un sol abrasador y una sequía casi total, y ambas hacen del verano mediterráneo una amenaza de primer orden para la supervivencia de las especies de nuestro ecosistema - basta con ver cómo en la última semana el pasto se ha secado casi por completo. A lo largo de este verano iremos explorando en este cuaderno de campo algunas de las muchas estrategias que utilizan los seres vivos para sobrevivir a esta prueba, quizá la más dura de todas las que han de afrontar durante el año, junto con las heladas y carestías del invierno.

Para ir estrenando la temporada de verano, tenemos en esta imagen a una de las poquísimas flores que osan abrirse con la que está cayendo: la punterilla, Pistorinia hispanica, un endemismo de la Península Ibérica y el Norte de África. Se trata de una planta crasa (Crasulácea), ya que almacena agua en sus hojas, que se vuelven gruesas como gruesos son los tallos de los cactus. Mediante esta estrategia para sobrevivir a la sequía, las Pistorinia le dan ahora un aire desértico a lo que fue el pasto, pero esta planta minúscula emplea además otro truco, más hábil aún, para resistir los calores. Durante el día cierra todos los poros de sus hojas (estomas), y de este modo evita transpirar la valiosa agua que almacena. Pero, como planta que es, tiene que tomar dióxido de carbono del aire, así que debe abrir alguna vez los estomas, y lo hace por la noche, cuando refresca y por tanto perderá poca agua. Se pasa la noche fijando dióxido de carbono, almacenándolo en forma de un ácido orgánico que le da sabor agrio a sus hojas. Al llegar el día, cierra los estomas y utiliza la energía solar para fabricar alimento a partir del ácido almacenado por la noche. Esta clase de fotosíntesis, llamada CAM, es típica de las plantas crasas, y hace de Pistorinia hispanica una de las especies mejor adaptadas para sobrellevar el durísimo verano de los campos mediterráneos.

Más sobre el origen del clima mediterráneo en Blondel & Aronson (1999) Ecology and wildlife of the Mediterranean Region, Oxford University Press.

01 junio 2010

El valor de ser único

He aquí a una de las especies más raras y desconocidas de Europa. Esta pequeña mantis sin alas, llamada Apteromantis aptera, con sus ojos puntiagudos y su librea verde hierba, solamente se ha encontrado en la mitad Sur de la Península Ibérica. Se descubrió en la provincia de Ciudad Real hacia finales del Siglo XIX, y desde entonces sólo ha sido citada trece veces. La población que hay en nuestro ecosistema hace la número catorce en todo el mundo, y la única conocida en el Campo de Montiel.

Nuestra Aperomantis es un ejemplo de endemismo, esto es, de especie que está distribuida ocupando en total un área bastante pequeña, en este caso menor que un país. Gran parte de la altísima biodiversidad de la Región Mediterránea se debe a que contiene muchos endemismos, no sólo esta mantis, sino también muchos otros insectos (mariposas, grillos, escarabajos...), muchas plantas (sobre todo hierbas) y hasta vertebrados (sin ir más lejos, la liebre ibérica es un endemismo).

Podríamos pensar: pues vale, y ¿qué valor real tienen estas especies? ¿Acaso son fundamentales para que funcionen los ecosistemas? No creo que esa sea la norma. Por ejemplo, el papel que desempeña Apteromantis en su comunidad lo podría representar prácticamente del mismo modo cualquier otra mantis pequeña de las que coexisten con ella en los tomillares, quizás alguna especie de Ameles. ¿Cuál es, entonces, el valor de los endemismos? Suelo explicarlo mediante un ejemplo: la gente paga millones por cuadros, esto es, por obras hechas por el hombre. ¿Cuánto habría que pagar por cada especie en la naturaleza, cada una de las cuales es fruto de millones de siglos de evolución, una obra que el hombre no puede realizar? Al igual que el valor de un cuadro no está en la cantidad de pared que tapa, el valor de cada especie en un ecosistema no sólo se mide por su función. Las especies únicas hacen de nuestros campos lugares irrepetibles a escala mundial. Aprendamos a conocer nuestros endemismos para poder valorar lo que tenemos.

Más información sobre Apteromantis en este artículo que conozco muy bien
(seleccionad
Free user, esperad y luego Download).

24 mayo 2010

No apostarlo todo

Entramos ya en la alta primavera, y nuestro ecosistema se transforma. Las flores que predominaban en abril, los ranúnculos, ahora se marchitan, y va terminando también el tiempo de esas margaritas amarillas que los sucedieron, los Leontodon longirrostris, miembro de la Familia de plantas más diversa del planeta, las Compuestas. Sus semillas van madurando bajo sus vilanos plumosos, a la espera de un futuro golpe de viento y suerte que las lleve a una tierra favorable. Curiosamente, las semillas del borde de la margarita son más voluminosas y tienen vilanos más cortos que las del centro. Esta diferencia en los frutos, llamada heterocarpia, resulta frecuente en muchas Compuestas, como las caléndulas. ¿Qué puede significar, si es que significa algo? En el caso del Leontodon, parece que la heterocarpia es una sutil estrategia para resolver los peligros de apostar. La clave para entender este asunto es que cada tipo de fruto tiene sus ventajas y sus inconvenientes, como veremos a continuación.

El viento puede llevarse muy lejos un fruto pequeño y con un gran vilano. Por tanto, estos frutos son los mejores para que la planta colonice nuevas tierras, pero... ¿y si esas tierras no son buenas? ¿Y si muchas semillas viajan tanto que ya no caen al pasto, sino a un camino, o a un roquedo? Eso sería un fracaso para la reproducción de la planta, así que parece muy temerario hacer sólo esta clase de frutos, ya que suponen una apuesta y por tanto un riesgo. El segundo tipo de frutos, más pesado y con menos vilano, tiende a viajar menos, por lo que no acarrea tanto riesgo - seguramente caerá cerca de la planta progenitora, en tierra favorable. Al producir ambas clases de fruto, la planta sigue el sabio consejo de no apostarlo todo a una sola carta.

Pero esto es sólo la mitad de la historia, porque los frutos pequeños, además, suelen germinar al año siguiente, mientras que los frutos gruesos tardan habitualmente varios años en germinar. Podríamos pensar que lo mejor es que las semillas germinen cuanto antes, y por tanto que los frutos pequeños tendrán ventaja siempre, pero... ¿qué ocurriría si, después de germinar, llegan heladas, u otros percances? Año perdido para los Leontodon que hayan osado germinar. De manera que, nuevamente, encontramos que hay un riesgo en jugárselo todo a los frutos pequeños. Mejor será que cada planta produzca unas pocas semillas grandes, que irán germinando en años sucesivos y así serán su seguro a prueba de malas primaveras.

Estas margaritas, sin ningún tipo de inteligencia, parecen saber todo esto, pero no hay en ello ningún gran misterio. Como todos los seres vivos, hacen lo que sus genes les indican, esos genes cuyo funcionamiento ha sido probado una y mil veces por la selección natural desde hace miles de millones de años, desde el principio de la vida en La Tierra. Con tamaña prueba, podemos esperar, como mínimo, prudencia al apostar.

Basado en el resumen de este artículo.

17 mayo 2010

Cuando mayo marcea...

Algunos refranes contienen tanto conocimiento del entorno como imprevisible resulta nuestro clima mediterráneo: por estas fechas, el año pasado ya se había dorado el pasto, pero este año en lugar de calor hemos tenido vendabales, frío invernal y nubes que se desplomaban a cada rato en forma de llovizna o tormenta. Todo lo cual supone un reto más para los habitantes de nuestro ecosistema, quienes, acostumbrados a mayos cálidos y soleados, se han encontrado algunas noches con temperaturas rozando la congelación. ¿Cómo han reaccionado a esta contrariedad?

En estos días he podido averiguar parte de la respuesta, porque en las tardes de cierzo y nubarrones el monte puede parecer desierto, pero nada más lejos de la realidad. Mientras observaba desde el coche - el tiempo no aconsejaba otra cosa -, el vuelo de un alcaraván (Burhinus oedicnemus, ver imagen) interrumpió la quietud de la escena, antes de que el pájaro se posara a unos 30 m del coche. Durante un rato lo vi deambular con paso nervioso, parándose a menudo para otear los alrededores, a veces para mirarme de frente con sus ojos como de rapaz nocturna. De vez en cuando lo veía picotear con certera eficacia los insectos que iba encontrando por el suelo y sobre las hojas. Antes de entrar al coche había yo comprobado que los insectos, que saltaban y revoloteaban perezosamente en los filos de hierba (las típulas Nephrotoma que han emergido masivamente, los bibios de huerta, las cigarrillas Cercopis...) estaban claramente entumecidos por el frío. Lo cual los convertía en presas más que fáciles, así que el alcaraván capturó decenas en pocos minutos. Pronto lo perdí de vista detrás de las verónicas que han crecido altas en la rambla húmeda, y entonces dos palomas torcaces se posaron sobre una roca, cerca de allí, y comenzaron a arrullarse para, finalmente, aparearse varias veces, antes de marcharse hacia las encinas del horizonte. Desde allí llegaron en un rato varias rapaces, entre ellas un par de cernícalos y un aguilucho lagunero - que no es tan lagunero como podría pensarse, y visita de vez en cuando el paraje.

Entonces comprendí qué ocurre "cuando mayo marcea": los animales de sangre fría, como insectos y reptiles, bajan su nivel de actividad, y los mamíferos, aunque tienen sangre caliente, tampoco deben de mostrarse demasiado. Como ya notó Charles Elton en su libro pionero sobre ecología animal, la lluvia les empapa el pelaje y eso les haría perder calor y por tanto energía, así que evitan salir. En cambio, los otros vertebrados de sangre caliente, las aves, se las arreglan mucho mejor bajo la llovizna, ya que su plumaje es mucho más impermeable que el pelo de los mamíferos - por la propia estructura de las plumas y por la grasa con que las untan cuando se acicalan. Así que son los pájaros los que se aprovechan de la situación, capturando fácilmente a los insectos entorpecidos por las bajas temperaturas, y prosiguiendo con su ciclo reproductor al aire libre pese a las borrascas. En otra ocasión comenté que los reptiles se adaptan bien al monte mediterráneo porque necesitan para sobrevivir mucha menos energía que los vertebrados de sangre caliente. Pero, como suele ocurrir en ecología, eso es cierto sólo en términos generales, y una de las excepciones es el tiempo que hemos pasado en estos días. Y son esta clase de excepciones las que hacen a la vez tan complicado y tan fascinante el intentar comprender la naturaleza a nuestro alrededor.

07 mayo 2010

Alimañas, ratones y bellotas

Aquella tarde de mayo, un Sol enrojecido tocaba ya el horizonte. En el aire quieto cesó la cháchara de las currucas, entre las coscojas, y empezó a oirse el extraño lamento del alcaraván y el tableteo mecánico de las zumayas. Fue entonces cuando bajó por la ladera, con su trote lobuno, el zorro; parándose de trecho en trecho, me miraba, casi se diría que con curiosidad. Hacía poco había yo encontrado su guarida en este monte, la boca de una pequeña sima que el animal había ensanchado removiendo varias rocas grandes, demostrando una fuerza difícil de adivinar en este hermoso cánido. Cuando regresé a la semana siguiente, alguien había cegado su madriguera con enormes piedras. No volví a encontrar rastros de zorro en la zona hasta pasados varios años.

El zorro rojo, Vulpes vulpes, es el carnívoro más ampliamente distribuido del planeta, y por aquí se le considera una alimaña desde tiempos inmemoriales. Algunos cazadores dicen que mata un conejo al día o más, que hay que abatirlo porque mata conejos por el mero placer de matar (¿a diferencia de la mayoría de los cazadores?); aseguran que, cuando la perdiz abunda, las mata a veces para devorar sólo las partes tiernas, y en general muchos opinan que zorros, águilas, culebras... ¿qué produce todo eso? ¡Sólo quita caza!

Volviendo a los hechos, es cierto que en el Sur de España el zorro se alimenta generalmente de conejos, pero su dieta varía muchísimo según el lugar. En concreto, lo que he podido confirmar en el ecosistema es que en sus excrementos sólo aparecen restos de ratones (Apodemus, Mus). Ni rastro de conejo o perdiz, quizá porque los ratones abundan tanto que al zorro le resultan mucho más fáciles de capturar. Los ratones, por su parte, consumen una cantidad ingente de semillas; es habitual encontrar bajo las piedras sus despensas invernales repletas de almendras y bellotas roídas. Se ha demostrado que, de este modo, los ratones hacen fracasar la reproducción sexual de las encinas en pequeños fragmentos de monte mediterráneo. Ante esta situación, salta a la vista que las consecuencias de perseguir a los zorros pueden ser funestas para nuestros montes: a menos zorros, más ratones, y a más ratones, menos bellotas germinarán. Y las encinas pueden vivir mucho, pero no son eternas: las que mueren deben ser reemplazadas por nuevos árboles. Así que termino esta entrada con una pregunta casi retórica: ¿qué será mejor: que los cotos pierdan algunos conejos y perdices, o comprometer el futuro de nuestros montes a largo plazo?

Fuentes sobre la alimentación del zorro en el Sur de España:
1. Purroy y Varela (2003) Mamíferos de España. Lynx Edicions.
2. Valverde (1967) Estructura de una comunidad de vertebrados terrestres. Monografías de la Estación Biológica de Doñana.

29 abril 2010

Vampiro vegetal subterráneo

La mayoría de las plantas se fabrican su propio alimento, pero algunas, además, se lo roban a sus vecinas. He aquí una de estas ladronas, llamada Bartsia latifolia, alias Parentucellia o algarabía. A su lado suelen verse hierbas que están como ajadas prematuramente, con el aire pálido y enfermizo de las víctimas del vampiro, porque Bartsia les está chupando la savia desde las raíces, como podremos comprobar excavando con cuidado. Cuando las raíces de Bartsia contactan con las de su víctima, se hinchan atrapándola y forman así botones llamados haustorios, por los cuales succiona la savia bruta de su desdichada vecina - parece gustar especialmente de la savia de pequeñas espigas, llamadas Vulpia. De este modo, Bartsia logra crecer un poco más a costa ajena, en lo que constituye un ejemplo del llamado hemiparasitismo, y, como también puede florecer sin parasitar, se dice que es hemiparásita facultativa. Pero eso no es todo: la superficie de Bartsia es viscosa, pegajosa... como, supuestamente, lo era la de los antepasados de algunas plantas carnívoras que atrapan a sus presas mediante hojas adhesivas, como la grasilla. Así es Bartsia latifolia: un hemiparásito facultativo con trazas de ancestro de planta carnívora. Pongámosla junto a la mantispa en el podio de lo más extraño de nuestro ecosistema... al menos, ¡por ahora!

26 abril 2010

La mayor riqueza es... ¿un suelo no muy rico?

Al avanzar la primavera, nuestro ecosistema se transforma rápidamente, cuando, cada pocas semanas, cambian las flores dominantes en el pastizal. Por ejemplo, concluye en estos días el tiempo de los Senecio minutus, esas minúsculas margaritas endémicas amarillas, y comienza el tiempo de los ranúnculos (Ranunculus paludosus), cuyas flores, como botones dorados, se abren por doquier, junto con todo su cortejo de especies acompañantes: orquídeas-abeja, acederas de lagarto, silenes, minúsculas cariofiláceas, y tulipanes de monte, manzanillas portuguesas, espigas de Vulpia, lino de lagartijas, herraduras, vulnerarias...

¿Cómo pueden tantas especies distintas crecer en el mismo ecosistema? Como vimos antes, parte de la respuesta parece estar en que los herbívoros impiden que unas especies excluyan a otras, pero no deja de ser llamativo que un suelo tan pobre, tan rocoso, albergue tantísima biodiversidad. A primera vista, uno podría pensar que cuanto más rico sea el suelo, más especies vegetales habrá en él, pero, de nuevo, puede que la intuición nos engañe. Porque la mayor biodiversidad suele darse no en los suelos más ricos, ni tampoco en los más pobres, sino en los que no son ni muy pobres ni muy ricos... más bien medianamente pobres. Suelos como el de nuestro ecosistema, casualmente. ¿A qué puede deberse esta extraña relación? ¿Tendrá que ver la competencia entre especies, favorecida en suelos muy ricos? La respuesta parece que no está clara, y el tema permanece como uno de los más complejos de la ecología actual - incluso hay quien duda de que esa relación entre biodiversidad y productividad del suelo realmente exista a escala mundial, aunque sí se dé, por ejemplo, en los pastos mediterráneos. La controversia está servida... ¿alguna idea?