30 noviembre 2009

Laberintos de seda

Finalmente los primeros fríos propios del invierno han llegado, y con ellos concluye la temporada favorable a los insectos en nuestro monte mediterráneo. A partir de ahora, encontrar invertebrados al descubierto, expuestos a la escarcha, pasa a ser una rareza. Su mundo, durante estos meses oscuros y gélidos, se torna si cabe más oculto aún, más discreto, y, a menudo, más bien subterráneo. Aun así, en estos días basta con levantar algunas rocas para ser testigo de las vidas de decenas de especies.

Bajo las grandes piedras, a ras de suelo, a menudo aparecen como marañas aplastadas de membranas de seda. Las que se extienden como lonas suelen ser refugios hechos por arañas, casi siempre Tegenaria o Micrommata, pero otras construcciones sedosas parecen verdaderos laberintos hechos de pequeños tubos unidos como pasillos que se ramifican. Esas son las guaridas de los tejedores, unos extraños insectos emparentados con las termitas y, como ellas, más bien de distribución tropical. Un origen tropical explicaría por qué en Europa sólo hay tejedores en la parte Sur; estamos, por tanto, ante otra peculiaridad faunística de nuestra Región Mediterránea.

Los tejedores producen seda en unos abultamientos de sus patas anteriores, y con el hilo tejen sus túneles bajo tierra, alrededor de los restos vegetales de los que se alimentan. En verano, la sequía hace que se refugien en los túneles más profundos, pero al humedecerse la superficie del suelo vuelven a subir y entonces uno puede encontrarlos a veces. Lo cual no es nada fácil, ya que se les da muy bien huir marcha atrás por sus corredores de seda. Sólo los machos pueden tener alas, y se cree que las hembras de muchas especies son capaces de reproducirse sin necesidad de machos, por partenogénesis - que significa algo así como "nacer de una virgen", y consiste en reproducirse a partir de óvulos sin fecundar. Esta estrategia reproductiva constituye una buena solución cuando la manera de vivir de una especie hace que el encuentro entre los dos sexos sea muy difícil, como en estos animales que podríamos llamar subterráneos.

Los tejedores, además, ejemplifican los problemas con los que se enfrenta un naturalista amateur al tratar de identificar insectos. Según la guía Chinery, la especie de tejedor que he hallado en el paraje sería Haploembia solieri (ojo, por tener... dos tubérculos en la cara inferior del primer segmento del tarso posterior). Sin embargo, esa guía sólo cubre de modo muy general el ámbito europeo, y en concreto resulta que en la Península Ibérica hay tres géneros de tejedores: Embia, Haploembia y Cleomia. Desconozco cómo distinguir al último o cómo son las otras especies de Haploembia, así que, por el momento, dejémoslo sencillamente en que hay tejedores... Lo cual no es decir poco, porque en todo el mundo se conocen apenas 300 especies.

23 noviembre 2009

El especialista

Era una tarde de noviembre nublada y fría. El sol bajaba ya hacia el horizonte, iluminando las encinas con una luz pálida y difusa. El viento siseaba entre las retamas, entre los tallos muertos de los asfódelos, y el silencio se cernía sobre el matorral como un presagio incierto.

De repente cruzaron ante mis ojos dos pájaros tan veloces que apenas pude distinguirlos en aquel instante; el primero era verdoso y diminuto, un mosquitero, y tras él, a menos de un palmo de distancia, iba un pájaro grande y gris, un gavilán, persiguiéndolo con asombrosa rapidez a base de certeros aletazos y bruscos golpes de cola para seguir los quiebros del pajarillo, que piaba desesperado mientras la rapaz le ganaba terreno, y tanto se acercó el gavilán que, irguiéndose en el aire, le lanzó las garras llegando casi a tocarlo, pero eso apenas lo desequilibró, y continuó tras el mosquitero hasta que éste se precipitó como una bala entre una pila de sarmientos. El gavilán casi chocó contra ellos y al poco de posarse pareció quedar confuso, como percatándose de que el pajarillo definitivamente se le había escapado. Alzó la cabeza y miró a un lado y a otro con sus ojos amarillos, y sólo entonces notó que yo estaba observándolo a pocos pasos. De inmediato se agachó y alzó el vuelo, perdiéndose entre los arbustos bajo la luz mortecina del crepúsculo.

Desde que presencié esta escena han pasado once años, pero curiosamente los detalles permanecen vivos en mi memoria, más que en mi cuaderno de campo. Muy pocas son las veces que he vuelto a ver un gavilán por el paraje, y siempre ha sido a finales de noviembre. A veces, al pie de las carrascas, aparecen los restos de sus festines: palomas torcaces desplumadas, con la pechuga comida; las derriban y, aún medio vivas, sólo les devoran esa parte. Deben de ser las presas de las hembras (abajo), ya que los machos (arriba) son como una cuarta parte más pequeños y por eso cazan sobre todo pinzones y demás pajarillos. Pero, macho o hembra, un gavilán puede capturar muchas especies de pájaros pequeños o medianos, y lo más llamativo es que las aves constituyen casi el 100% de su dieta. Así es Accipiter nisus: un ornitófago, la rapaz más especialista de nuestras 25 hectáreas.

Son muy sensibles a los insecticidas, como se explica aquí.

17 noviembre 2009

Segunda floración

Aunque la floración del romero suele anunciar la llegada de la primavera, estos arbustos medicinales a veces también florecen durante el otoño si, como en este año, el frío se hace esperar. El caso es que, ya con los azafranes marchitos, pocos meses de noviembre se han visto tan floridas las laderas de nuestro ecosistema. Además, como las heladas apenas han diezmado a los insectos, los polinizadores del romero se afanan sin cesar en las flores violetas - sobre todo se ven abejas melíferas y mariposas tardías como la cosmopolita cardera (Vanessa cardui), la amarilla (Colias croceus), la blanquiverdosa (Pontia daplidice)...

Como ocurre en muchas plantas, las flores del romero son hermafroditas, pero la parte masculina madura antes que la femenina, en lo que se denomina proterandria. Esto se puede apreciar en las flores: primero el estigma aparece extendido (1), inmaduro, y en pocos días, al madurar y por tanto volverse receptivo al polen, se arquea, bajando hacia los estambres (2), cuyo polen, para entonces, seguramente ya habrá sido transportado por los insectos hacia otras flores. De este modo el romero dificulta el que sus flores se fecunden a sí mismas, lo cual disminuiría la variabilidad genética de las semillas, y por tanto de la descendencia, con lo que los futuros romeros serían quizás más vulnerables frente a cambios ambientales. Es fácil de entender: si cada flor se fecundara a sí misma, los genes de las semillas resultantes no serían la mezcla potencialmente ventajosa de los de dos romeros distintos, sino el barajado más o menos repetitivo de los genes de un solo romero, sin opción a generar nuevas combinaciones genéticas quizá más favorables que las de los progenitores.

¿Es esta la ventaja clave que explica la evolución de la reproducción sexual y su mantenimiento? Podría ser, como ya notó Darwin, porque la cantidad de estrategias que utilizan las plantas para evitar la autopolinización cuadra mucho con esta idea. Pero las ventajas e inconvenientes de la polinización cruzada en relación con la autofecundación pueden complicarse mucho más, como veremos con el caso del tomillo... en una próxima entrada.

Más sobre estrategias reproductivas de plantas: Herrera (2000).

10 noviembre 2009

El menor y el mayor

Llegó la época de las primeras heladas, y los pájaros del Norte aprovechan el sol para buscar insectos entre las ramas de las encinas. Han venido ya las especies del invierno: pinzones, petirrojos, zorzales... Y también las aves más diminutas de Europa, los reyezuelos. Cada año llegan muy pocos, de la especie listada, y no son fáciles de ver, pero compensa la paciencia el poder observarlos con su reluciente "corona" amarilla, trajinando sin cesar de rama en rama. Y entonces, como cada tarde de noviembre, de repente, cruzan sobre ellos cinco avutardas, deslizándose inmensas por el aire con aletazos majestuosos. Es una suerte poder ver casi a la vez al ave más pesada de Europa y a la más ligera, casi 14 kilos de pájaro al lado de apenas 6 gramos. Mucho podría decirse sobre las avutardas, pero de momento, en esta entrada, fijémonos en su contraste con el reyezuelo listado.

La avutarda y el reyezuelo representan los extremos opuestos del tamaño de las aves europeas, y en éstas, como en cualquier otro grupo de animales, es fácil darse cuenta de que hay pocas especies grandes y muchas pequeñas, pero la realidad es más complicada. Si representáramos cuántas especies existen de cada tamaño (a escala continental) encontraríamos siempre una gráfica como la que encabeza el post: hay pocas especies grandes, muchas de tamaño mediano-pequeño y no tantas muy pequeñas. Siempre, tanto en pájaros como en mamíferos, reptiles, anfibios, insectos, caracoles, plantas e incluso algas microscópicas. Es un patrón prácticamente universal en la biosfera.

¿A qué puede deberse esta regla de la naturaleza? No se sabe a ciencia cierta, aunque hay muchas ideas desde hace décadas. Recientemente, Clauset y Erwin parecen haber dado con una solución, en la que el patrón especies-talla se origina como resultado de procesos relativamente sencillos que afectan a la supervivencia de los organismos según su tamaño. Todo este asunto se discute mucho más en profundidad en este enlace.

Y mientras damos con una explicación a este orden oculto de la naturaleza, sus protagonistas, ajenos a los mecanismos que los han originado tal y como son, revolotean entre matorrales o vuelan majestuosos, al anochecer, en las tardes del otoño, escenificando una y otra vez el drama ecológico y evolutivo que configurará a los futuros habitantes de nuestro ecosistema...

La relación especies-talla la cuenta mucho mejor Brown en "Macroecología" (1995).

03 noviembre 2009

La red invisible

Las redes alimentarias son la trama de la vida en la naturaleza. Plantas, animales, hongos y una gran variedad de microbios entrelazan su existencia gastando una energía que procede en última instancia del Sol, y haciendo circular los átomos que componen sus cuerpos a lo largo de cadenas de vida que se tejen unas con otras como en un complejísimo telar viviente. Es relativamente fácil hacerse una idea de la estructura de esta red cuando los protagonistas son plantas y animales, pero resulta igualmente fácil pasar por alto a la inmensa mayoría de los seres vivos de la trama, los microbios, cuyas interacciones forman los retazos más secretos del tejido ecológico de nuestras 25 hectáreas. Veremos en esta entrada que la biosfera alberga sorpresas incluso en el interior de una pequeña alfombra de musgo húmedo, crecido a la umbría de una roca.

Este musgo, Pleurochaete squarrosa, es de los pocos capaces de medrar en un entorno tan seco como el monte mediterráneo. Lo consigue en gran parte deshidratándose por completo durante el verano para resucitar con el rocío de la mañana o tras unas lluvias. Entonces sus hojas (filidios en realidad) reverdecen y hacen fotosíntesis durante un tiempo. También entonces vuelven a la vida los seres microscópicos que pueblan la selva en miniatura de estas alfombras verdes. Tomemos una gota del agua sucia que rezuman, pongámosla bajo un microscopio, y exploremos un mundo fantásticamente distinto al de las plantas y animales, pero a la vez extrañamente similar.

Veremos pululando millones de bacterias diminutas, agitadas por las oscilaciones térmicas de las moléculas de agua, alimentándose lentamente de los restos vegetales en descomposición. Estas células son víctimas de los grandes predadores de la gota de agua, los microbios eucariotas. De ellos, algunos nadan batiendo en sincronía pestañas vibrátiles (cilios), como Aspidisca, o permanecen fijados al sustrato con pedúnculos que se contraen o se estiran, atrapando bacterias con su corona de cilios ondulantes; es el caso de Vorticella. Las mayores células de este microcosmos se alojan en caparazones rojizos de quitina, y se arrastran sobre prolongaciones de su cuerpo transparente engullendo bacterias; son las amebas con teca, las Arcella. Conviven con los rotíferos Rotaria, extravagantes animales microscópicos que se estiran y se encogen avanzando como orugas y haciendo rotar sus cilios junto a la boca. Junto a ellos, sobre las hojas muertas del musgo, se deslizan algas unicelulares con forma de bumerán, las diatomeas Hantzschia, que crecen incluso en los platos húmedos bajo las macetas.

En conjunto, esta pequeña red de vida, efímera e invisible, que nace y vive sólo con las lluvias, descompone los restos muertos del musgo, reciclando los nutrientes y devolviendo a la atmósfera el valioso carbono fijado por estas plantas. En nuestro monte, sobre cualquier resto vegetal en descomposición encontraremos fácilmente por lo menos bacterias, y a menudo alguno de sus cazadores eucariotas. Sin estos organismos, los nutrientes acabarían por agotarse y colapsarían primero las plantas y luego los animales. Sería una catástrofe. Pero incluso sin plantas ni animales, las bacterias, ciliados, amebas y rotíferos podrían vivir, a costa de descomponer restos de algas microscópicas. Así que, como si fuera una paradoja o un proberbio, la red más resistente de todas es... la invisible.

Sobre musgos: Guía de Campo de los Líquenes, Musgos y Hepáticas (Wirth, 2004).
Sobre microbios: La Vida en una Gota de Agua (Streble y Krauter, 1985).