19 octubre 2010

Terciopelo rojo

Vamos adentrándonos en el otoño, y en nuestro monte, sobre la tierra empapada, entre la hojarasca, crecen setas y pululan seres diminutos, como los colémbolos saltarines. Pese a su tamaño minúsculo, los colémbolos no escapan a una de las reglas no escritas para los animales, el comer y ser comido. Igual que los antílopes son cazados por el leopardo y las focas por el oso polar, los colémbolos tienen a su propio gran depredador: el ácaro rojo de terciopelo (arriba). Este arácnido, de aspecto verdaderamente aterciopelado bajo la lupa, que con su color rojo advierte de su posible toxicidad, apenas mide tres milímetros, apenas puede corretear sobre sus largas patas, y su vista es tan mala que necesita tantear su camino constantemente, usando para ello su largo par de patas delanteras como un ciego con dos bastones, pero en su mundo el ácaro rojo ocupa una posición ecológica similar a la de un león o un águila - salvando diferencias tales como que el ácaro también come huevos de insecto. Sin embargo, los animales tan pequeños como este ácaro tienen abiertas muchas más posibilidades que los grandes vertebrados, maneras de vivir que serían imposibles para aves y mamíferos. Lo podemos comprobar una tarde de agosto, cogiendo algunos saltamontes y examinando sus alas. No será raro encontrarlas plagadas de motas rojizas, que a través de la lupa revelarán ser larvas de ácaro, fijadas por la boca a las venas de las alas del saltamontes, alimentándose del fluido que las recorre, la hemolinfa. A su manera, los insectos también albergan "piojos". Cuando esas larvas crecen, después de mucho saltar a bordo de su hospedador, se sueltan y se transforman en el animal del dibujo, similar a una araña escarlata pero con ese aire primitivo de los ácaros. No en vano los ácaros se cuentan entre los primeros animales que se adaptaron a la vida en tierra firme, hace más de 400 millones de años. Mucho tiempo después, la evolución produjo a los saltamontes, y sólo entonces pudieron aparecer, a su vez, los ácaros rojos de terciopelo. Lo caminos de la evolución son largos y tortuosos, pero los de la fauna diminuta pueden ser asombrosamente distintos de los que han seguido los grandes animales.

Más sobre los parásitos de los saltamontes en Faune de France - Ortoptéroïdes (Chopard, 1951), descargable desde el enlace que proporciono en la barra derecha del blog.

12 octubre 2010

Agricultoras por despiste

Los campos manchegos pueden parecen estepas de puro llanos y desolados, una monotonía de viña, cereal y olivo sólo interrumpida por algunas manchas de matorral como la que nos ocupa en este blog. La semejanza con estepas se debe en gran medida a siglos de tala, pastoreo y quema de encinar, lo que ha forjado el nombre de estepas antrópicas para estos territorios. Pero el parecido se extiende más allá del aspecto, hacia la pequeña fauna que los habita, en la que predominan saltamontes y hormigas como en las verdaderas estepas asiáticas, como en las sabanas y praderas. En concreto las hormigas esteparias suelen ser comedoras de semillas, a diferencia de sus parientes de bosque, de gustos no tan especializados. Sobre nuestras hormigas granívoras ya hemos hablado por aquí alguna vez; son las Messor, uno de cuyos hormigueros encabeza esta entrada. La foto muestra una suerte de terraza de tierra suelta, extraída por las hormigas del subsuelo, una tierra rica en minerales en la que muchas hierbas encuentran más fácil germinar y crecer que en la tierra yerma justo al lado. Por eso, en estos días de lluvia, no es extraño dar con estas imágenes en el monte, pequeñas manchas de hierba nacida en torno a los hormigueros como islas de verdor ralo esparcidas por el suelo pardusco. Me hacen pensar que las hormigas, sin querer, inventaron la agricultura mucho antes de que apareciera el ser humano. Porque, aunque comen semillas, aunque pueden destruir una cantidad enorme de futuras plantas, también se les caen algunas por el camino, y sin darse cuenta las expulsan del hormiguero junto con los desperdicios. De este modo, algunas semillas escapan de las mandíbulas de las grandes obreras cabezonas y de paso caen a la tierra mullida y abonada que circunda el hormiguero. Con semejante sustrato, una semilla tiene buenas bazas para crecer alta y dar a su vez muchas semillas, en la misma puerta de la casa de sus cosechadoras, estableciendo así con ellas una extraña relación de mutuo beneficio. Con esta verdadera agricultura involuntaria, a través de sus "terrazas" las Messor llegan a modificar la estructura de especies del pasto, favoreciendo a las plantas que las mantienen. Y sus minúsculos jardines brotan ahora, fruto de los errores de las hormigas al dejarse semillas fuera, pero, desde luego, pocos despistes resultan más productivos para quien los comete. De hecho, si las Messor fueran tan inteligentes y cuidadosas como para no perder ni una sola semilla, seguramente comerían peor, perdiéndose esas semillas bien crecidas en su misma puerta. ¿Quien dijo que en la evolución la inteligencia es siempre una ventaja?

Más sobre la fauna de las estepas en un clásico de la ecología: Animal geography (Hesse, 1943), descargable desde Biodiversity Heritage.

03 octubre 2010

Parecidos razonables (I)

Hasta ahora todavía no he practicado en este blog uno de los pasatiempos favoritos de los naturalistas: buscar casos de convergencia evolutiva, en concreto especies de regiones lejanas que sean similares a alguna especie local, similitud debida a que la evolución ha perfilado a ambas especies del mismo modo, adaptándolas a vivir representando el mismo papel en su comunidad, el mismo nicho ecológico. Bien, nuestros montes son mediterráneos, y el clima mediterráneo, con su vegetación característica, existe también en California, Chile, Sudáfrica y Australia. Dejándonos llevar por el atractivo de lo más lejano, fijémonos en Australia, en los matorrales mediterráneos de su fachada meridional, esa vegetación llamada mallee que encuentra al Sur los confines del océano que bate las costas de la Antártida. Matorrales con plantas de hojas duras, perennes, eucaliptos y melaleucas, arbustos completamente distintos en su linaje al de nuestras carrascas y coscojas, dan cobijo a pájaros que son como primos lejanos de nuestras aves, especies separadas por millones de años de evolución y sin embargo sorprendentemente parecidas, pruebas vivientes de que la evolución produce las mismas soluciones para entornos de idénticas condiciones, aunque estén separados por casi 20.000 kilómetros.

El dibujo representa uno de los pequeños pajarillos del matorral mediterráneo australiano, el llamado mallee emu-wren, o "chochín-emú del mallee" (Stipiturus mallee; pariente de los espectaculares fairy-wren o "chochines-hada"). Un ave diminuta, insectívora, que trajina sin cesar entre las ramas bajas, de pecho vistoso y larguísima y peculiar cola, con 6 plumas desflecadas similares a las del emú, de lo cual viene su nombre. Ahora volvamos a nuestro ecosistema y contemplemos una curruca rabilarga (Sylvia undata). Su tamaño es minúsculo, su pecho no es azul pero sí rojizo, vinoso, llamativo a fin de cuentas comparado con el resto de su librea, y su cola desproporcionadamente larga incluso parece desequilibrarla en sus vuelos de rama en rama en busca de insectos. ¿Cómo explicar todas estas semejanzas? No cabe proponer que se deban al parentesco: nuestra curruca pertenece a la familia Sílvidos, mientras que el emu-wren es un Malúrido, una familia austral muy distinta y desconocida en nuestro hemisferio terrestre. La única respuesta al parecido es la evolución convergente: la selección natural modela a las especies como arcilla hasta esculpir seres similares para ecosistemas similares. En los matorrales mediterráneos se diría que hay un puesto disponible para un pájaro que sea insectívoro, que se mueva por el ramaje, minúsculo, de cola larga y pecho vistoso. Y ya sea en los montes ibéricos o en las antípodas, la evolución parece ser más predecible de lo que podríamos imaginar.

Más sobre las aves mediterráneas australianas en Birds of Australia (Simpson & Day, 2007).