24 septiembre 2011

Cazadores acosados

Terminaba el verano, y cruzaban por el matorral las aves de paso, rumbo al sur. Un zarcero políglota, papamoscas grises, una collalba gris, currucas capirotadas... En el filo de los espinos albares siempre trajinaba alguno de estos nómadas, y a pocos pasos asistía yo a este entretenimiento cuando se oyó un piar extraño. Me llevó unos momentos localizarlo: era una hembra de curruca cabecinegra, chillando, como graznándole a algo invisible que odiase y que quisiera ahuyentar, entre las ramas de espino cargadas de frutilla roja. ¿Cuál era el blanco de esa ira diminuta? A través de los prismáticos sólo se distinguía delante de la curruca una rama mocha, gruesa y roma. De pronto la rama se giró y contemplé atónito cómo se transformaba en un pequeño búho, un autillo (Otus scops, ver ilustración) que me observaba silencioso, petrificado, con grandes ojos extraviados y minúsculas "orejas" de plumas. A su lado seguía gritándole la curruca, esta vez con algunas compañeras también empeñadas en echar de allí al autillo, que soportaba a estos acosadores con aparente calma.

El acoso de los pájaros a las rapaces nocturnas es un ejemplo más de una conducta muy extendida sobre todo en las aves, la de molestar a los depredadores. ¿Qué sentido tiene? En el caso que observé, el autillo puede a veces cazar pequeños pájaros, quizás currucas o sus pollos, aunque se alimenta básicamente de insectos grandes durante los meses de primavera y verano en que nos visita. Así que las currucas quizás actuaban así por proteger a su descendencia, pero se ha demostrado que hay otro posible motivo para esta conducta: que los jóvenes aprendan a distinguir quién es su enemigo, al ver a los adultos señalarlo. De hecho, al parecer las reintroducciones de aves en ocasiones fracasan por falta de esta tradición cultural, que curiosamente implica a varias especies. Como si hubieran desarrollado un sentido de solidaridad comunal, pájaros de distintas especies (herrerillos, carboneros, pinzones...) apoyarán el acoso iniciado por uno de otra especie. ¿Qué tienen que ganar con ello?

Está claro que mucho, si el depredador caza habitualmente pájaros de distintas especies. No es extraño que la evolución haya favorecido esta clase de altruismo entre especies, ya que actuar en grupo contra los enemigos es más eficaz para echarlos del territorio y eso trae ventajas individuales para los que participan en el acoso. La insolidaridad de un pájaro que no colabore podría verse penalizada a largo plazo si su descendencia persiste en esa actitud, ya que en teoría eso favorece la presencia de más enemigos en el paraje. Además, ¿por qué no colaborar? Incluso el ejemplar que inicia el acoso no tiene por qué perder nada con ello salvo algo de tiempo y energía, y puede ganar algo: el respeto del depredador. Porque al enfrentarse a él le está dando la prueba de que es un ave fuerte, valiente, por tanto una mala elección como presa. Tal vez el enemigo capte así el mensaje de que todas las aves de esa especie sean presas difíciles, lo cual beneficiaría a la descendencia del acosador. En resumen, el acoso a depredadores parece ser como una buena jugada de ajedrez de esas que a la vez atacan y defienden varias cosas.

El autillo pronto huyó del espino albar, perdiéndose entre las encinas. Las currucas se tranquilizaron, pero los caminos de la evolución son tan caprichosos que quizás después prestaron oídos a algún alcaudón real en paso, imitando el canto de las currucas de su especie, y se acercaron a él, y en vez de acosarlo lo oyeron mansamente, hasta ser capturadas y devoradas (ver este post). Ante lo cual surge la duda: ¿acosan al autillo porque realmente les causa bajas, o sólo porque se parece lejanamente a alguna rapaz muy peligrosa para ellos (por ejemplo, un gavilán)? Es difícil saber por qué hacen lo que hacen unos seres vivos tan complejos en su psicología como... los pájaros.

07 septiembre 2011

¿Hijos de la Antártida?

Todo lo que sucede es fruto del azar o de la necesidad, decía Demócrito. Ambos se entremezclan en la naturaleza de modo que muchas veces apenas se distinguen, y entonces podemos confundirnos. Así, algunos ven misteriosas casualidades por doquier donde otros se empeñan en distinguir una lógica, una cadena de fichas de dominó que caen una tras otra, de manera elegante pero sospechosamente simple. Bien, ¿quiénes están en lo cierto? Pensémoslo mediante un ejemplo, un caso real que nos llevará muy hacia atrás en el tiempo, a la época en que Europa tenía junglas tropicales, un mundo perdido destinado a sucumbir por un cambio climático.

La primera ficha de dominó de nuestra historia cayó hace unos 35-40 millones de años, cuando la deriva continental separó la Antártida de los demás continentes. Aislada en el polo sur, una corriente marina comenzó a circundarla, unas aguas que se enfriaron progresivamente. Así cambió la circulación de las corrientes oceánicas del planeta, y en la Antártida avanzaron los glaciares donde antes había bosques templados. Por todo el mundo, el clima se tornó más fresco. Eso provocó menos evaporación, por tanto menos nubes, por tanto menos lluvias. La sequía se extendió por el interior de Asia, lejos del mar, y las estepas avanzaron. En ese hábitat evolucionaron nuevas especies esteparias, los ancestros de las avutardas, de las gangas, alondras y cogujadas, y de nuestra perdiz roja (Alectoris rufa). Lentamente, el clima mundial siguió deteriorándose, y el frío y la sequedad llegaron a cambiar los paisajes de Europa. Las selvas fueron desapareciendo, y en torno al mar Mediterráneo, hace unos 3-7 millones de años, fue fraguándose un clima con estación seca, pero aún templado. Con la sequía, los incendios eran más frecuentes, y como resultado los bosques retrocedieron, siendo sustituidos por matorrales más abiertos, resistentes al fuego. Ese nuevo hábitat se extendió de sur a norte y de este a oeste, y proporcionó un lugar donde vivir para las aves de las estepas asiáticas. Seguramente llegó de Asia algo parecido a la perdiz chukar, y su estirpe se dividió originando varias especies, una para cada zona de la cuenca mediterránea: primero la perdiz moruna, del norte de África, hace unos 6 millones de años; y luego, en el sur de Europa, dos especies: al este la perdiz griega, y al oeste nuestra patirroja; ambas surgieron hace como 2 millones de años.

Causa: la Antártida queda aislada. Consecuencia: la perdiz roja. ¿Es así de sencillo? Ni de lejos. Porque en cada paso de esta historia desconocemos qué papel tuvo el azar, cómo influyó en la dirección del movimiento de los continentes, en la reorganización de las corrientes marinas y sobre todo en las mutaciones que debieron de acumularse en el origen de estas perdices, cambios genéticos que de por sí sabemos que son aleatorios. Si pudiéramos dar marcha atrás y dejar que la historia comenzase de nuevo, ¿tendríamos otra vez a los cazadores empeñados en abatir perdices rojas? Stephen Jay Gould propuso originariamente este tipo de cuestión en su libro "La vida maravillosa", y como él podemos concluir que la historia más bien se parece a una mezcla de necesidad y de azar, lo cual hace del presente sólo una opción más de las muchas que pudieron ser y no fueron. Quizás esa incertidumbre ante lo forzoso de los acontecimientos naturales sea lo más razonable que podamos aprender reflexionando sobre... una perdiz.

Datos sobre la evolución de las perdices Alectoris procedentes de Randi et al. (1992) Biochemical analysis of relationships of Mediterranean Alectoris partridges. The Auk, 109: 358-367. La historia de los cambios globales se basa, entre otras fuentes, en Blondel y Aronson (1999) Biology and wildlife of the Mediterranean region. Oxford University Press.